Me gustaría poder tomar un café con la gaviota que camina por la orilla de esta playa a mediados de junio y preguntarle si tiene hijos, si le atormenta pensar en su futuro o hay algo de lo que se arrepienta. Si alguna vez ha rezado sobrevolando las olas. O si le ha sorprendido la añoranza de otros mares. Debajo de mi sombrilla, intento descubrir en sus ojos una chispa que me haga pensar en algo más que la pura biología. Una pista de conciencia, para decirle que a veces envidio el corazón elemental de los animales, elaborado por el instinto a lo largo de los siglos. En el que anidan el placer, el hambre y el sueño. Lo necesario, nada más que lo que ayuda a sobrevivir. Porque ni esta gaviota ni el árbol ni las macetas de mi balcón maldicen los lunes ni se quejan de su vida. No tienen ese cansancio propio de los hombres que viven atrapados en sus vidas, como niños que cumplen un castigo.
También las personas sufrimos el hambre y cada día nos sumergimos en el mar del dinero. Pero tenemos un corazón más complicado: somos conscientes de la muerte y sufrimos aventurándola. Pensamos en ella todos los días de nuestra vida, incluso si lo que intentamos es no pensar en ella. Para escapar de la muerte hemos ideado toda suerte de diversiones. Consumimos televisión, compramos ropa en los centros comerciales o leemos libros porque tenemos miedo, porque sufrimos un hambre distinta a la del estómago. Nuestro corazón está nervioso. No sabe estarse quieto, igual que un niño que se mueve sobre su silla en clase de matemáticas.
«La vida es bastante simple, pero el ser humano no», dice el libro que tengo encima de las rodillas.
Pero también gracias a la muerte tenemos la poesía, querida gaviota. Un amor que supera el instinto y va más allá de lo que nos apetece, hasta el punto de elegir lo que nos perjudica. Pedimos perdón. Somos la sorpresa de las flores o el billete de avión escondido en el bolsillo del abrigo, con una nota manuscrita. Creamos poemas en los que celebramos la vida, hemos construido la tirita, intentamos ponernos en el lugar del otro. Somos el único animal que puede construir una vidriera.
Si a veces envidiamos vuestra vida primaria es porque pensamos que vosotros, los animales, sufrís menos al no ser conscientes de que sufrís. Y puede que sea verdad, pero tampoco sentís lo que llamamos Gracia, algo que estalla y resplandece la biografía como una habitación después de dar la luz, tras una oscuridad más o menos larga. No conocéis el beso ni la palabra, que puede ser un analgésico o la metralla de una bomba terrorista. Jamás podréis escuchar la voz de los que ya se han muerto, como hace esa mujer que hojea un libro en la orilla. Porque leer es una escucha con la mirada.
La vista es bastante simple, pero el ser humano no: podemos entrar en el infierno, es decir, vivir sin darnos cuenta. Llegar al último momento distraídos, sin haber dado las gracias.
Me gustaría tomar un café contigo en una terraza del paseo, querida gaviota. Preguntarte si sabes o notas que estoy hablando contigo, que estoy rezando mientras miro tu plumaje. Porque la muerte nos entrega más de lo que nos arrebata, ¿sabes? Dice también el libro que tengo encima de las rodillas: «Las cosas importantes no suelen ser complicadas; sin embargo, necesitamos la muerte para darnos cuenta de algo tan simple». Hablar con la muerte es nuestro raro privilegio. Ella es quien nos espabila. Gracias a la muerte puedo verte como lo que eres: un ángel suspendido entre el cielo y el oleaje que ha venido desde la vida eterna para decirme que todo está bien hecho.