«Consideradnos hermanos»
La acogida de un sacerdote madrileño hizo posible que el guineano Sadio ahora tenga dos familias, una en Guinea y otra en España. Un ejemplo de la creatividad con la que la Iglesia puede responder al reto migratorio
Cuando Sadio Keita era pequeño, le sorprendía ver a su tía apartar siempre algo de comida por si venía alguien de fuera. «No tienes para llenarte el estómago, ¿por qué guardas para otros?», le preguntaba. «Algún día lo entenderás», respondía ella. Efectivamente, comprendió la realidad de ser extranjero y la importancia de la acogida al dejar su Guinea Conakri natal. Empezando por un viaje de nueve días en patera desde Senegal a Canarias, con 200 personas en una barca para 50 que estuvo a punto de naufragar. Llegaron a plantearse quién podría lanzarse al mar para que los demás se salvaran.
Su periplo, que relató el 9 de mayo en las IV Conversaciones PPC sobre Retos y propuestas pastorales a las migraciones, lo llevó a Madrid. En la capital un sacerdote, el padre Jorge, le ofreció su casa «permanentemente», y le animó a no dejar de practicar su fe musulmana. También lo puso en contacto con otro cura, jubilado, que le enseñó a la vez a leer y el código de circulación. «Ahora, con la furgoneta del padre Jorge hago algunos portes. Es la única manera de trabajar algo, porque en mi país no teníamos medios y nunca fui al colegio. Pero mi sueño es sacarme el carnet de camiones». Esta buena acogida le hace sentir que «ahora tengo dos familias, una aquí y otra en mi país. Y por eso tengo el corazón dividido. Siempre que como –reconoció–, me pregunto si mis hermanos en Guinea habrán conseguido algo».
Experiencias de encuentro como la de Sadio son una prueba de que, como dijo en el mismo marco el arzobispo de Madrid, cardenal Carlos Osoro, «lo nuestro no es poner muros, es hacer posible que este mundo sea la gran familia de los hijos de Dios». Una perspectiva que «no es utopía», sino que pide a los cristianos «ser creativos».
Y que –subrayó la religiosa del congregación Apostólicas del Corazón de Jesús Pepa Torres, que trabaja y convive con inmigrantes en el barrio de Lavapiés– puede «forzar para que se haga algo más» por acoger. «Si un vecino o una parroquia puede, ¿por qué no una administración?», se preguntó. En cambio, negarse a buscar estas salidas creativas –concluyó el cardenal– nos está llevando a ser una «Europa vieja que se cierra».
Los inmigrantes sufren esta cerrazón en muchos momentos de su día a día. Sadio, por ejemplo, se mostró dolido por cómo mucha gente trata de proteger su bolso o cartera al verlo cerca. Y recordó, con sentido del humor, el primer día que un policía le pidió los papeles. Él, sin saber que se refería al permiso de residencia, le entregó los apuntes de un curso del que venía.
La experiencia de Arman Abujeyed, de Bangladés, no resulta tan divertida: alguna vez ha acabado en comisaría por estar indocumentado. Vendía latas por la calle porque, después de «buscar trabajo tienda por tienda, en ninguna me lo daban. Siempre tenía miedo, porque la Policía Nacional me podía pedir los papeles, y la Municipal ponerme una multa muy difícil de pagar si no tienes para vivir». Tras regularizar su situación, encontró trabajo y ahora lucha por los derechos de otros inmigrantes en situación administrativa irregular.
«La inmigración no es una invasión ni ser okupa –concluyó Sadio–, sino un intercambio de culturas» que tienen como núcleo la premisa de «amar y dejarse amar». «Vosotros nos ayudáis –añadió–, y nosotros también podemos ayudaros»; por ejemplo, a descubrir que quienes están en una situación vital peor «también son humanos, tienen manos y pies como vosotros. Consideradnos hermanos».