Condenada a la locura - Alfa y Omega

Amanece un nuevo día. Es el 12 de abril de 1555. El final de su vida se acerca. Doña Juana I de Castilla pronuncia las que serán sus últimas palabras: «Jesucristo crucificado, sea conmigo». Así se lo cuenta don Francisco de Borja en carta escrita al emperador.

Aquel año, el 12 de abril, era el día de Viernes Santo. La soberana murió sola, como sola había vivido los últimos 46 años de su vida, olvidada y abandonada por todos los suyos.

Es el mismo Francisco de Borja, que había conocido a la soberana cuando prestó sus servicios como paje de la infanta doña Catalina en Tordesillas, quien le escribe a Carlos V. El mismo que enviado por el príncipe Felipe (nieto de doña Juana) la visita en su encierro para determinar si la soberana está endemoniada. En aquella ocasión, Francisco informa al príncipe diciéndole que la reina ha reaccionado bien y con mucho juicio. Ha reconocido las verdades de la fe y se ha confesado. El jesuita concluye su información afirmando que todas las acusaciones que se han formulado contra doña Juana son falsas. ¿Es falsa también la locura de doña Juana?

Según la época en la que se estudien, los personajes históricos son más o menos rentabilizados. Doña Juana, sin duda, ha dado mucho juego en el romanticismo. Su supuesta locura de amor, sus celos y su desgraciada vida, reunían los suficientes ingredientes para hacerla atractiva tanto para el cine como para el teatro, la literatura o la pintura. Y es su imagen distorsionada la que ha llegado hasta nosotros. ¿Puede el comportamiento de doña Juana llevarnos a la conclusión de que estaba loca? ¿O puede ser la reacción de una persona rebelde que protesta por lo que considera injusto?

¿Es una manifestación de su locura que viaje de Burgos a Valladolid con el féretro de su marido? Doña Juana quiere cumplir la voluntad de Felipe de ser enterrado en Granada, y sabe que, si no lo lleva consigo, se quedará en la Cartuja de Miraflores para siempre. Además, teme que los restos de su esposo sean robados para trasladarlos a Flandes, como habían hecho con el corazón de Felipe el Hermoso, que fue extraído de su cuerpo para que reposara junto a los restos de su madre, María de Borgoña, en la iglesia de Nuestra Señora en Brujas, localidad en la que había nacido.

¿Es prueba de su enajenación mental que esté dispuesta a morir en la fría noche invernal de Castilla cuando se niega a entrar en el castillo de la Mota? Quiere regresar a Flandes junto a su marido e hijos. Pero ninguno de sus servidores la obedece. Solo acatan las órdenes de la reina católica, que pretende que su hija permanezca en Castilla. ¿Cómo convencer a su madre? Doña Juana solo se tiene a sí misma y está dispuesta a morir si no la dejan regresar. Doña Isabel lo entiende y la deja ir.

¿Está loca porque monta en cólera y se niega comer cuando se llevan a su hija, la infanta Catalina, que es su único consuelo? Negarse a ingerir alimentos es su única arma para conseguir algo, porque la quieren viva.

¿Recobra la cordura pocos años después, al marcharse la infanta para casarse con el rey de Portugal? En esta ocasión doña Juana llora en silencio la ausencia de su hija.

¿Es su demencia y locura de amor la que la lleva, a los pocos días de fallecer su esposo, a tomar decisiones de gobierno retirando las prebendas y mercedes con las que Felipe había comprado a unos cuantos nobles castellanos? Doña Juana rechaza a Cisneros como regente y se niega a llamar a su padre, don Fernando, que ya la había traicionado acordando con su esposo inhabilitarla.

Nunca las Cortes de Castilla reconocieron la locura de doña Juana, que fue la titular de la Corona hasta el día de su muerte. Ella no ambicionaba el poder, pero una vez que fue declarada reina de Castilla, la institución fue lo más importante para ella. Doña Juana no tenía fuerzas para gobernar sola, por ello pide ayuda, pero nadie se la presta.

Es posible que si doña Juana no hubiera heredado el trono de Castilla no pasaría a la historia como la loca. Es verdad que sus reacciones no eran las habituales, pero también sabemos que, a lo largo de la historia, cuando las mujeres siguen un comportamiento que se sale un poco de lo establecido, por las reglas del momento, se buscan explicaciones ante lo inexplicable de esas conductas.

En el tiempo de doña Juana la mayoría de las mujeres aceptaban la infidelidad de sus maridos. Las reinas, de forma especial. Las amantes y concubinas en las cortes europeas eran algo habitual, que las soberanas soportaban, unas, con resignación, y otras, respondiendo con la misma moneda. También Isabel la Católica sufrió la deslealtad de un marido que mantenía relaciones con distintas mujeres. A buen seguro que doña Juana fue consciente de ello, y observó como su madre sufría en silencio. Se conocen pocos casos de mujeres de la nobleza que haya protestado en público por el comportamiento de sus esposos. Sin embargo, doña Juana lo hace. No sigue el comportamiento de su madre. Son distintas. Doña Isabel es reina y ejerce como tal. Castilla es su vida. Doña Juana, todo lo que tiene está en función de su marido. Y lucha por ello. Sus reacciones escandalizan a todos, ¿pero de verdad creemos que se le puede colocar por ello el cartel de loca?

Un velo entretejido a lo largo de los siglos ha envuelto la figura de doña Juana. Un velo que, a veces, deforma la realidad de la vida de esta mujer, que se vio privada de libertad durante más de 40 años.

Creo que doña Juana no estaba loca. No, no estaba loca. Existen determinados momentos de su vida en cautiverio en los que se pone de manifiesto esta afirmación. A doña Juana la condenaron a la locura. Primero, su marido. Después, su padre. Al final, su hijo. Ninguno se apiadó de ella. Fue víctima de la falta de escrúpulos, de la ambición de sus seres queridos. Claro que estaba enferma, pero no aquejada de locura, sino de falta de afecto, de cariño. Doña Juana de Castilla se vio privada del amor de los suyos, que siempre es, en todas las circunstancias, la mejor medicina.