Antes de comenzar la Asamblea del Sínodo Francisco quiso despejar el panorama: la prioridad no es acordar algunas reformas conforme a las modas del momento, sino preguntarnos cómo podemos hacer llegar el Evangelio a una sociedad que ya no lo escucha o que se aleja de la fe. Esta es la cuestión que realmente nos urge por amor a cada hombre y mujer, para que Cristo pueda responder a su deseo de justicia, de verdad, de felicidad. Lo ha dicho mil veces el Papa, pero hay sorderas persistentes: el Sínodo no es un parlamento con su ala izquierda y su ala derecha, ni tampoco es una pelea de gallos (aunque sean teológicos), ni una puja por ser el más rompedor o el más fiero en defender algunos principios. Esta asamblea debe ser, sobre todo, un lugar de escucha de lo que el Señor quiere decir hoy a su Iglesia. Algunos se quejan de que se hayan sacado de la agenda sinodal algunas cuestiones «calientes» y ya anuncian que se va a perder una gran oportunidad. Otros anuncian una debacle doctrinal si se da rienda suelta a ciertos debates. Y otros, la mayoría, viven de espaldas a este acontecimiento del que no esperan casi nada. La teóloga alemana Ida Görres escribió en los duros años 60 que «siempre, en cada época, la Iglesia necesita ser reformada: en todo momento sus mejores hijos, los santos, claman, amorosamente y con dolor, por la conversión y la penitencia». Me pregunto cuántos de los que militan estos días en ciertas batallas eclesiásticas claman «con amor y con dolor». En la homilía de apertura, Francisco señaló algo que puede parecer sorprendente: que «las soluciones a los problemas que se plantean no las tenemos nosotros, sino Él», y haciendo referencia al camino del pueblo de Israel en el desierto, ha advertido que «en el desierto no se bromea (el desierto es también nuestro mundo en crisis) y si uno no presta atención al guía, presumiendo de autosuficiencia, puede morir de hambre y de sed, arrastrando consigo a los demás». Ojalá que el buen pueblo de Dios no se sienta escéptico ni confundido, que no milite en ninguna trinchera, sino que se apiade de quienes estos días trabajan en Roma y pida intensamente por ellos.