Cinco encuentros difíciles de olvidar
El primer encuentro que tuve con el padre Arrupe fue en la Asamblea de Superiores Generales, celebrada en Villa Cavalletti (mayo de 1972), a la que me permitió asistir en calidad de director de la revista Vida Religiosa. Desde entonces se repitieron los encuentros y las conversaciones. Aquel encuentro fue revelador del amor que tenía a los diversos carismas de vida religiosa en la Iglesia. Tanta admiración suscitó en mí que, desde aquel primer encuentro, me sentí vinculado a su persona, a sus escritos y a sus actividades.
Segundo. Creo que fue en 1976, siendo asistente el padre Ignacio Iglesias, nos vimos en la Curia General de la Compañía. Fui a pedirle una conferencia para la Semana Nacional de Vida Religiosa de 1977, que iba a tratar el tema Experiencia de Dios y compromiso temporal de los religiosos. Aparte del gozo que me causó la aceptación, el impacto de aquel encuentro fue el momento que pasamos en la capilla personal, donde me dijo que allí, en la oración, en la Eucaristía, se sentía en comunión con toda la Compañía. «Esta es mi pequeña-grande catedral», expresó con gran satisfacción.
Tercero. Fue el 24 de noviembre de 1978, el recientemente elegido Papa Juan Pablo II, recibía en el Vaticano a los superiores generales. Arrupe le saludó en nombre de los superiores generales. El discurso del Papa marcó un hito en el magisterio. Hubo una frase, pronunciada con especial énfasis, que quedó muy grabada en los superiores: «Testificatio–sic, contestatio–non!» (Testimonio, sí; contestación, no). Por benevolencia del cardenal Pironio y del presidente de la USG asistí a esta audiencia pontificia y, al final de la misma, atravesamos la plaza de San Pedro el padre Arrupe y yo hasta la Curia General de la Compañía. Fue sabrosa la conversación, pero lo que más me impactó fue verle lleno de fe y esperanza. Probablemente, en este coloquio fue donde mejor pude percibir la hondura de su amor al Papa y su capacidad de apuntar hacia lo positivo y lo que abría de nuevos horizontes.
Cuarto. En 1981, siendo presidente de la FERE, visité al padre Arrupe con el secretario Santiago Martín Jiménez, SJ. Nos invitó a comer y nos puso a su lado. En la comida reveló un conocimiento de la situación de enseñanza en España que me parecía increíble tanta lucidez y tan atinado juicio sobre el modo de proceder en una situación tan concreta como la de España. Llevaba el tema de la educación muy dentro de sus preocupaciones evangelizadoras. Tres puntos ponía de relieve: el discernimiento, la comunión eclesial y el compromiso con la gente más pobre y necesitada de educación.
Quinto. Durante su enfermedad le hice varias visitas en la enfermería. Tanto el padre Kolvenbach, prepósito general, como el hermano Rafael Bandera, su enfermero, me dieron todas las facilidades. Guardo, como auténtica reliquia, el libro En Él solo… la esperanza. Aún no estaba editado en imprenta, solo en ciclostil. Como no podía hablar, por señas me indicó que abriera el armario y tomara un ejemplar. Al ir pasando las páginas, hizo ademán de parar. Había llegado al capítulo que dice «La Misa en mi catedral». Tan pronto como pude leí el capítulo entero y reviví aquel encuentro en que, con tanto gozo, hace algunos años me mostró su capillita de seis por cuatro metros. Leyendo los otros capítulos del libro, vencí la tristeza ante la situación de postración en que se hallaba el siervo de Dios. Aquel hombre que había sido tan comunicativo, alegre, entusiasta, animador nato…, se veía ahora clavado en la cruz del dolor y del obligado silencio. Pero a quien había reiterado en su vida que Jesucristo era para él todo, aun en medio de aquella postración, se le veía sereno, conforme, consciente de que desde otra dimensión, servía a la Iglesia, a la Compañía, a la humanidad.