China: 14 siglos en el punto de mira de la Iglesia - Alfa y Omega

China: 14 siglos en el punto de mira de la Iglesia

Con la firma del acuerdo con el Gobierno chino para el nombramiento de obispos, Francisco espera relanzar el compromiso misionero hacia el gigante asiático. Introducir el Evangelio en este vasto territorio ha sido siempre un reto, un proceso en el que se han ido sucediendo momentos muy fructíferos y otros más tormentosos

María Martínez López
Estatua del jesuita italiano Matteo Ricci, a la entrada de una iglesia católica del sur de Pekín en septiembre de 2018
Estatua del jesuita italiano Matteo Ricci, a la entrada de una iglesia católica del sur de Pekín en septiembre de 2018. Foto: Reuters / Jason Lee.

Francisco explicó la semana pasada su controvertida decisión de acordar con el Gobierno chino un mecanismo para la elección de obispos. En un mensaje dirigido a los católicos del país y a la Iglesia universal, el Pontífice mostraba su esperanza de que se inicie «un camino inédito» que permita curar heridas y «asumir con renovado compromiso la misión de anunciar el Evangelio» a un pueblo que es «artífice y protector de un patrimonio inestimable de cultura y sabiduría». Dentro de este patrimonio, aludía a «los frutos genuinos del Evangelio sembrado en el seno del antiguo Reino del Medio».

Un momento clave en la historia

Los cristianos llegaron a China por primera vez en el siglo VII. Pero para Song Gang, investigador de la Universidad de Hong Kong, fueron las misiones católicas a China a partir del siglo XVI las que dieron lugar a «uno de los encuentros más importantes de la historia». Protagonistas de este fenómeno fueron sobre todo los jesuitas, que en los pies de Michele Ruggieri y Matteo Ricci pisaron el imperio por primera vez en 1582. Pocos años después, Ricci y el español Diego de Pantoja lograron instalarse en Pekín y, entre otras labores, entablaron un intenso diálogo cultural con las elites eruditas confucianas. Con budistas y taoístas era más difícil, por la amalgama de filosofía y religiosidad popular que presentaban. En palabras del propio Ricci, «la nada de la que habla Lao-Tse y el vacío que enseña Buda están en gran conflicto con la doctrina del Señor del Cielo».

Los confucianos, «con su énfasis en el pensamiento racional y su interés no sectario en la espiritualidad», ofrecían un terreno más propicio. Compartían con los cristianos la visión de un «orden jerárquico del universo que funciona bajo una autoridad suprema» y el valor que daban al perfeccionamiento moral y espiritual, describe a Alfa y Omega Song, que a comienzos de septiembre participó en un simposio con motivo del 400º aniversario de la muerte de De Pantoja, organizado en Pekín por el Instituto Cervantes. En este intercambio, «los misioneros sobre todo transmitían conceptos teológicos claves desde las fuentes de la tradición de la Iglesia». Pero para adaptarse al pensamiento confuciano, en ocasiones desarrollaron otros con «interpretaciones cambiantes o un significado mixto», como hablar de Dios como «Señor del cielo»; con la carga de ambivalencia que eso implica.

Un millar de obras teológicas

Una muestra de la riqueza de este período son las cerca de mil obras de teología católica que Song estima que se publicaron en chino entre los siglos XVI y XVIII. Entre las más paradigmáticas está Kouduo richao o Diario de admoniciones orales, en el que un discípulo del jesuita Giluio Aleni recoge en ocho volúmenes los diálogos entre este y numerosos conversos y simpatizantes.

En la misma época del Kouduo richao, en torno a 1630, llegaron a China los primeros misioneros no jesuitas de la época: primero el dominico Angelo Cocchi y luego su compañero Juan Bautista de Morales con el franciscano Antonio de Santa María Caballero, ambos españoles. Se instalaron en la región meridional de Fujian –frente a Taiwán–, donde los ayudaba y ellos atendían a una pequeña comunidad cristiana evangelizada en su día por los jesuitas pero que no tenía sacerdotes, narra Anna Busquets, investigadora de la Universidad Abierta de Cataluña que también participó en el simposio de Pekín. «Dentro de que eran muy pocos, intentaron salir a otros pueblos. En esta zona había una religión ecléctica antigua, con culto a muchas divinidades». El cristianismo era aceptado como una religión más, pero «la idea de que si eres cristiano no eres budista chocaba mucho, y ponía a los misioneros en una situación complicada».

De los ritos a la expulsión

En ese tiempo surgieron las rivalidades entre jesuitas y órdenes mendicantes, pero Busquets matiza que «sus prácticas no eran tan diferentes. También los dominicos se pusieron nombres chinos y dominaban» el mandarín y el dialecto de la zona. Incluso se dieron casos de colaboración con miembros de la Compañía en traducciones al chino. El principal desencuentro –que surgió primero entre los propios jesuitas– fue la disputa de los ritos chinos, con sus numerosas ramificaciones. Se criticaba, por ejemplo, que algunos jesuitas introdujeran en las celebraciones gestos de culto a los antepasados. Ellos lo veían como un rasgo civil o cultural –así lo reconoció la Santa Sede al permitirlos en 1939–, que les permitía explicar aspectos de la liturgia. Para sus críticos, tenía un componente religioso y por tanto sincretista.

Esta polémica se interpretó en China como un rechazo a su cultura, y contribuyó a desencadenar a partir de mediados del siglo XVII una serie de persecuciones, como la que acabó con todos los misioneros del país –25 jesuitas, diez dominicos y un franciscano– recluidos en Cantón entre 1664 y 1671. La situación fue empeorando hasta la prohibición del cristianismo en 1724.

Un nuevo panorama

En los años siguientes se expulsó a los misioneros, y no se les volvió a permitir la entrada hasta mediados del siglo XIX, cuando China fue derrotada en las Guerras del Opio. Mediante el tratado de Nankín, las potencias europeas obligaron al gigante asiático a abrir sus puertas al comercio. Y, de su mano, llegaron los misioneros. El recelo de la sociedad china hacia el extranjero no había impedido en siglos anteriores un floreciente diálogo. Pero las nuevas circunstancias supusieron para los religiosos el hándicap de «ser vistos con desconfianza, como colaboradores de los países que los habían humillado». Lo afirma el jesuita Fermín Rodríguez, con una amplia experiencia en esta región.

A pesar de todo, su presencia fue creciendo y unos años antes de la revolución de 1949 llegó a haber en el país, por ejemplo, 900 jesuitas. En esta segunda etapa, sin embargo, su trabajo tuvo un enfoque más pastoral, alejado del diálogo cultural: «Todas las misiones extranjeras eran en zonas rurales, donde se evangelizaba, se abrían escuelas y dispensarios y se hacían trabajos de promoción social», recuerda Rodríguez. El miedo al extranjero y la convulsa situación social, con un imperio en declive, la proclamación de la República de China en 1912 y el ascenso del partido comunista, hacían que «no fuera tiempo para experimentos». Menos aún con la llegada del comunismo, las décadas de persecución y la consiguiente división de la Iglesia local, que ahora pretende sanarse. Aunque empieza a haber algunas iniciativas de diálogo interreligioso dentro de la China continental como, sobre todo, en Hong Kong y Taiwán, de momento la tarea más importante está dentro de casa.