Charles de Foucauld será santo y Pauline Jaricot, beata
Un misionero ermitaño que será santo, una misionera que será beata a pesar de no haber salido de Francia y otro que murió solo seis semanas después de llegar a su destino pero cuyas virtudes heroicas han sido reconocidas son algunos de los protagonistas de los nuevos decretos aprobados este martes por el Papa
La Iglesia contará en los próximos meses con tres nuevos santos y nueve beatos, varios de ellos con vidas en las que el celo misionero jugó un papel fundamental. Lo ha hecho público este miércoles la Santa Sede, después de que el Papa se reuniera ayer con el cardenal Angelo Becciu, prefecto de la Congregación para las Causas de los Santos, y aprobara los milagros o reconociera el martirio de los fieles que próximamente subirán a los altares.
El nombre más destacado es el del beato Charles de Foucauld (1858-1916). Militar en Argelia y geógrafo en Marruecos, el éxito profesional no llenaba su vacío espiritual. En 1886 conoció a un sacerdote que lo invitó a su parroquia parisina. Allí se convirtió de forma fulminante y decidió entregar el resto de su existencia a Dios.
Comenzó entonces una intensa búsqueda sobre la mejor forma de hacerlo. Pasó tres años en Nazaret, intentando imitar la vida de contemplación y trabajo manual de Jesús durante su vida oculta. «Nazaret podía haber sido su Tabor, e incluso pasó por su cabeza en aquella época construir una cabaña en el monte de las Bienaventuranzas», explicaba en Alfa y Omega el año pasado Antonio R. Rubio Plo.
Después tomó los hábitos y fue ordenado sacerdote en un monasterio trapense. Sin embargo, el pretendía acercarse todavía más a Dios y pensó que la mejor manera de lograrlo era trasladarse de nuevo a África. Esta vez, el lugar elegido fue Tamanrasset, un feudo tuareg situado en el sur de Argelia. Allí llevó durante años una vida cuyos pilares eran la oración y el trabajo hasta que fue asesinado en 1916 por unos saqueadores sanusíes.
«Una preciosa intuición hace dos siglos»
Si De Foucauld vivió su particular misión desde la soledad, la futura beata Pauline María Jaricot (1799-1862) lo hizo sin salir de Francia. Cuando tenía 23 años, una sirvienta de su casa le mostró las cartas que los misioneros enviaban a una revista católica, pidiendo que los fieles de Francia les ayudaran con sus oraciones, limosnas y sacrificios. Entonces, la joven laica se sintió impulsada a organizar grupos que apoyaran de esta forma a las misiones.
Así nació la Obra de Propagación de la Fe, germen de lo que luego han sido las Obras Misionales Pontificias. También fundó el Rosario Viviente, una iniciativa para animar a grupos de 15 personas a rezar el rosario y hacerlo vida, y que se puede considerar el origen del rosario misionero.
Hace pocos días, el Papa Francisco la recordó en su mensaje a Obras Misionales Pontificias. Una entidad que —recordó— «desde el principio avanzó sobre dos vías que van siempre paralelas y que, en su sencillez, han sido siempre familiares al corazón del pueblo de Dios: la oración y la caridad». Jaricot y el resto de fundadores, añadió, «no se inventaron las oraciones y las obras, sino que las tomaron del tesoro inagotable de los gestos más cercanos y habituales para el pueblo de Dios».
Murió arruinada
«Es un ejemplo precioso de lo que es la intuición de los cristianos a la hora de ayudar al prójimo», subraya para Alfa y Omega José María Calderón, director nacional de OMP. «Esta jovencita, que vivía de forma acomodada, descubrió a través de su hermano», que se preparaba para partir a China como misionero, «las enormes necesidades que tenían allí. Y comprendió que desde aquí se podía hacer mucho por ellos. Fue un adelanto muy grande para esos tiempos» que esta iniciativa naciera de «una joven laica, pero con un profundo corazón misionero».
Su entrega a las misiones, junto con algunos errores a la hora de elegir a quien administrara sus bienes y los de la obra, hicieron que «muriera arruinada y atendida por la Sociedad de San Vicente de Paúl», apunta Calderón. «Pero hasta el final lo ofreció todo por los misioneros». En el momento de dejar esta vida, el Rosario Viviente contaba ya con 2,2 millones de miembros solo en Francia.
Una congregación diezmada por la epidemia
Sí fue misionero, en el sentido más tradicional del término, el venerable Melchior de Brésillac, cuyas virtudes heroicas acaban de ser reconocidas. Nacido en Castelnaudary (Francia) en 1813, fue ordenado sacerdote en 1838. Comenzó a sentir cada vez con más fuerza la llamada a la misión, y después de convencer a su obispo (no así a su padre, del que no se despidió) partió hacia la India en 1842.
Allí su carrera progresó rápidamente, y a los 29 años fue ordenado obispo y nombrado provicario de Coimbatore. Sin embargo, su relación con el resto de misioneros no era buena. Ellos no entendían su empeño en establecer un clero y una jerarquía nativas. A Brésillac, por su parte, le desmoralizaba mucho la aceptación o resignación hacia el sistema de castas que veía entre sus hermanos.
Doce años después de llegar a la India, renunció a su cargo y volvió a Roma. A pesar del desengaño, no desistió de su vocación misionera, y en su cabeza y su corazón empezó a tomar forma la Sociedad de Misiones Africanas, con el objetivo de llegar «a las personas más abandonadas» del continente.
Se pasó dos años reclutando candidatos y, en 1858, un primer grupo partió de Lyon hacia el recién creado vicariato apostólico de Sierra Leona. Brésillac se les sumó un año después. Sin embargo, toda la comunidad menos uno sucumbió a una epidemia de fiebre amarilla. El fundador falleció solo seis semanas después de haber llegado a su destino. La Sociedad siguió adelante gracias a los miembros que habían permanecido en Francia.
Ayuda mutua frente a las sociedades secretas
Entre los decretos aprobados por el Papa, se encuentra también el milagro que hará posible la canonización del beato Cesare de Bus, fundador de los Padres de la Doctrina Cristiana; y de la beata Maria Domenica Mantovani, cofundadora de las Pequeñas Hermanas de la Sagrada Familia.
Y por el que será beato el sacerdote estadounidense Michael J McGivney (1852-1890), fundador de los Caballeros de Colón. Esta inspiración le surgió en 1881, cuando con 29 años era el coadjutor en la parroquia de Santa María en New Haven, Connecticut. Alarmado por la expansión de sociedades secretas contrarias a la doctrina católica, se le ocurrió organizar a varones católicos, mayoritariamente inmigrantes y de clase obrera, en una asociación que fomentara la fraternidad entre ellos en medio de un ambiente social marcadamente anticatólico. Dentro de este apoyo mutuo, estaría también la ayuda a las familias de los miembros que fallecieran, algo muy frecuente dadas las peligrosas condiciones laborales en las fábricas de la zona.
Bajo el patronazgo de Cristóbal Colón, con el que querían subrayar su lealtad tanto a su fe como a su país, los Caballeros se constituyeron oficialmente en marzo de 1882. La convocatoria resultó un éxito, y diez años más tarde, cuando organizaron un gran desfile para conmemorar el cuarto centenario del descubrimiento de América, ya eran 6.000 sus miembros.
La labor de los caballeros gira en torno a cuatro pilares: la caridad, la unidad, la fraternidad y el patriotismo. Cada uno de sus cerca de dos millones de miembros pertenece a un grado en el que se enfatiza uno de estos valores. Activos en el ámbito de la ayuda a refugiados, la educación y el apoyo a las comunidades locales, esta fraternidad también posee su propia compañía de seguros (con un valor de 10.000 millones de dólares) y un fondo de inversión acorde a la doctrina social de la Iglesia.
El Papa ha reconocido, por último, el martirio del franciscano italiano Cosma Spessotto, asesinado por odio a la fe en San Juan Nonualco (El Salvador) el 14 de junio de 1980. De igual modo se reconoce la entrega de la vida de Simeone Cardon y cinco compañeros cistercienses, asesinados en Casamari (Italia) en 1799.