«Sigo con viva preocupación los acontecimientos de estos días en Irak. Invito a todos a uniros a mi oración por la querida nación iraquí, sobre todo por las víctimas y por quien sufre mayormente las consecuencias del incremento de la violencia, en particular las muchas personas, entre las cuales tantos cristianos, que han tenido que dejar la propia casa»: así decía el Papa Francisco, el pasado domingo, durante el rezo del ángelus. Y con la esperanza que brota de la fe en el poder de Dios, Le pedía, «para toda la población, la seguridad y la paz y un futuro de reconciliación y de justicia donde todos los iraquíes, sea cual fuere su religión, puedan construir juntos su patria, haciendo de ello un modelo de convivencia».
Es ya muy largo el camino del Calvario en Irak, principalmente para los cristianos, que no dejan de sufrir una persistente y creciente persecución, como sus hermanos de Siria. Su situación en Irak, hoy, es especialmente sangrante. En Mosul, la segunda ciudad del país, de 35.000 fieles cristianos en 2003, en los once años tras el estallido de la guerra, han pasado a ser unos 3.000, y «ahora es probable –ha declarado su arzobispo, monseñor Nona– que no haya quedado nadie». Pero la esperanza cristiana no deja de alentar a éste y a sus hermanos obispos de Irak para que llamen a sus fieles a regresar y ser testigos de la Cruz, como se dice en nuestra portada de este número de Alfa y Omega. Nuestra oración, junto a la del Papa, también es precisa para alentar a este testimonio de la Cruz: es la respuesta de Dios a los pecados de los hombres. Una respuesta que advierte de las causas del mal, que ya vemos a qué cotas de horror puede llegar, las consecuencias imprevisibles de la guerra a que se refería san Juan Pablo II ya ante aquella primera del Golfo, en 1991, y que, al mismo tiempo, marca el camino del auténtico bien para los hombres y los pueblos.
Hace ya más de 23 años, el 17 de enero de 1991, en un encuentro con colaboradores en el Vicariato de Roma, Juan Pablo II advertía, con toda fuerza, de las consecuencias, hoy hechas terrible y sangrante realidad, del conflicto que entonces explotaba en Irak. «Las noticias llegadas durante la noche sobre el drama que se está llevando a cabo en la región del Golfo –dijo el Papa santo– han despertado en mí, y –estoy seguro– en todos vosotros, sentimientos de profunda tristeza y gran desconsuelo. Hasta el último momento he orado a Dios, esperando que eso no sucediese, y he hecho todo lo humanamente posible para evitar una tragedia. Esta amargura se vuelve aún más profunda por el hecho de que el inicio de esta guerra significa también una grave derrota del derecho internacional y de la comunidad internacional. En estas horas de grandes peligros, quisiera repetir con fuerza que la guerra no puede ser un medio adecuado para resolver completamente los problemas existentes entre las naciones. ¡No lo ha sido nunca y no lo será jamás!».
En febrero de 1998 brota una nueva crisis en Irak, y en el rezo del ángelus del día 8, Juan Pablo II daba de nuevo la respuesta cristiana: «Con profunda inquietud sigo el desarrollo de la situación iraquí y continúo haciendo votos para que los responsables de la vida de las naciones recurran a los instrumentos diplomáticos y al diálogo, a fin de evitar toda forma de empleo de las armas. La misma situación existente en Irak, y en toda la región de Oriente Medio, nos enseña que los conflictos armados no resuelven los problemas, sino que crean mayores incomprensiones entre los pueblos». Pero los estrategas del mundo seguían desoyendo al Papa. Y llegó febrero de 2003. Era el día 6, y de modo bien expresivo, a la misma hora que el Presidente norteamericano, su Consejera de Seguridad y el Director de la CIA hacían un alegato a favor de la guerra, Juan Pablo II recibía a una delegación de la Iglesia ortodoxa serbia, y recordaba la responsabilidad de erradicar las causas de la guerra. ¿Cómo? ¡Actuando «según el modelo del Buen samaritano»! ¿Ayudar a un enemigo, y sin restricción alguna en la entrega y corriendo con todos los gastos? Así es -dijo el Papa-, «curando las heridas y promoviendo la purificación de la memoria, de la que surgirá un perdón sincero y una colaboración fraterna». A la estrategia del mundo le suena a palabras bonitas, pero inútiles. Sin embargo, ¿dónde está la verdadera utilidad?
Días antes, el 13 de enero, evocando sin duda a Pío XII en su radiomensaje del 24 de agosto de 1939: «Nada se ha perdido con la paz, todo se puede perder con la guerra», Juan Pablo II, con toda fuerza, decía así en su discurso al cuerpo diplomático: «¡No a la guerra! Ésta nunca es una simple fatalidad. Es siempre una derrota de la Humanidad». Días después, en el rezo del ángelus del 23 de febrero, ante la inminencia de la guerra en Irak, insistía: «Jamás la lógica de la guerra podrá asegurar el futuro de la Humanidad. ¡Jamás! ¡jamás! Los cristianos, en particular –añadía–, estamos llamados a ser centinelas de la paz; se nos pide que vigilemos, para que las conciencias no cedan a la tentación del egoísmo, de la mentira y de la violencia». Ante el Calvario, nos exhortaba, como hoy su sucesor Francisco, a la oración y a la esperanza que hace resurgir.