Cara y cruz de los temporeros de la aceituna
La Iglesia propicia experiencias como la de Ibrahim, que ha sido acogido por Juana y Ramón en Cazorla, y acompaña el sufrimiento de Sidy, que fue agredido por su jefe con una llave inglesa
Si hay una entidad cercana al mundo de los temporeros, esa es la Iglesia. En Lérida, Huesca, Albacete, Huelva… y, en esta época del año, Jaén. Allí la campaña de la aceituna apura sus ultimas jornadas y los temporeros, en su mayoría migrantes, se ganan al vida con un ojo puesto en el próximo destino. Así es la vida de las personas que trabajan nuestros campos.
La de este año ha sido especial por la COVID-19, sobre todo, porque la limitación de aforo en los albergues municipales y el recorte de los fondos para tal fin por parte de la Junta de Andalucía han provocado que muchos chicos hayan tenido que dormir en la calle. Algunas noches, entre 70 y 80. Estos recursos, según explica Jesús Castro, director del Secretariado de Migraciones de la diócesis de Jaén, permiten que los temporeros se desplacen de un pueblo a otro buscando trabajo.
Por ello, la Iglesia en Jaén —a través de Cáritas, el citado Secretariado de Migraciones y el Servicio de Atención a Temporeros, de reciente creación— ha puesto el foco en esta situación y en paliar sus consecuencias. Si bien en la capital de la provincia ya había un grupo estable de voluntarios que recorría las calles por la noche buscando a temporeros en estas circunstancias, se animó a crear grupos en otras poblaciones. «Lo hicieron, por ejemplo, en Mancha Real y Baeza, y se encontraron gente en la calle. Lo denunciaron y pusieron en evidencia a los ayuntamientos y a la Administración, que lo negaban», añade Castro.
Junto a esta realidad, la Iglesia también sostiene necesidades tan básicas de estas personas como la alimentación o la ropa a través de las Cáritas parroquiales, y se mantiene atenta a situaciones de explotación laboral, infravivienda o violencia.
La cruz
Hasta Jesús Castro han llegado esta campaña casos paradigmáticos y especialmente graves. Un joven intoxicado por inhalación de humo tras hacer un fuego en el lugar donde vivía con otros compañeros, que lo llevaron al hospital de Jaén porque lo encontraron inconsciente. Allí dio con él el sacerdote, pues también es el capellán del hospital. Lo mismo que con otro chico, que llegó con una fractura cervical, todo parece indicar que por un accidente laboral.
Pero uno de los casos más graves de este año lo sufrió Sidy Diao, un migrante senegalés que lleva en nuestro país 14 años después de llegar en cayuco a Canarias. Tiene su domicilio en Tarragona, pero recorre cada año el país en busca de un jornal con el que poder mantener a su familia. Como temporero, soldador, pintor… Desde finales de julio ha estado en Lérida, Ibiza, Logroño, Murcia y ahora en Jaén. En este último destino, concretamente en Albanchez de Mágina, encontró trabajo. Un empresario necesitaba una persona con permiso de conducir y que supiese manejar el vibrador de olivos. Era él.
Lo que no sabía Sidy es que se iba a encontrar con una persona que le quería cobrar 100 euros por alojarlo en un almacén sin baño, o que lo llevó a una casa de su propiedad —por 150 euros— y solo permitió que él y los otros tres temporeros usaran una de las dos habitaciones disponibles. Además, los trataba mal, con insultos y malas formas.
Pero aquel jefe iba a traspasar una línea más, la de la violencia física. Así lo narra el propio Sidy Diao a Alfa y Omega: «Un día estaba manejando la máquina y esta cambió de ruido. Avisé a mi jefe y empezó a insultarme. Me dijo que era un sinvergüenza, que no valía nada y me acusaba de haber roto la máquina». Luego «se acercó a mí, empezó a retarme y me pegó. Yo intenté defenderme. La gente nos separó y me fui a hacer otra cosa. Entonces, vino por detrás y me golpeo la cabeza con una llave inglesa».
Tras levantarse del suelo llamó a la Guardia Civil, que acudió al lugar; Sidy pidió su dinero y se marchó. Eso sí, acudió al médico, primero en Albanchez de Mágina y luego en Jaén, y presentó una denuncia contra su agresor. En la capital conoció a Jesús Castro, que le ayudó a encontrar alojamiento la noche que pasó allí antes de continuar su camino hasta Alcalá la Real. Muy cerca de este lugar, en Castillo de Locubín, ha encontrado un nuevo trabajo. «Quiero que se haga justicia y, sobre todo, no quiero que esto le pase a más personas. No he venido aquí para que me golpeen», añade.
La cara
La otra cara, la positiva, de la realidad de los temporeros, ha estado en Cazorla. Allí llegó, a mediados de noviembre, Ibrahim Diallo, un joven de 19 años natural de Guinea Conakry, para trabajar en la aceituna. Como tenía problemas para abrirse una cuenta, la trabajadora social pidió a un matrimonio muy creyente y comprometido, Juana Montijano y Ramón Poblaciones, que lo acompañaran a abrirse una cuenta al banco. «Aquel día Ramón me llamó y me dijo que venía a comer con el chico. Nos habló de sus ilusiones, de que quería estudiar… Ramón y yo nos miramos y sin decirnos nada pensamos en la habitación vacía que teníamos. Fue amor a primera vista», narra Juana.
Ibrahim, que es solicitante de asilo, salió de su país con apenas 14 años y cruzó medio continente africano —sufrió robos, fue golpeado con un machete…— hasta desembarcar en Ceuta en una patera. Dos meses en esta ciudad autónoma y luego numerosos destinos: Cádiz, Algeciras, Puerto Real, Jerez y Cazorla. «Con esa vida no podía estudiar. Además, quiere ser abogado para defender los derechos humanos y luchar contra la injusticia», añade Juana.
De hecho, este pasado lunes ya empezó a preparar el examen de ESO en la escuela de adultos, que ahora compagina con su trabajo como temporero, pero que, en cuento termine la campaña, será su única dedicación.
—¿Y tú cómo te sientes, Ibrahim?
—Estoy feliz. Son ya mis padres. He encontrado mi familia y Cazorla es mi pueblo.
—¿Y vosotros, Juana y Ramón?
—Nos tocó la lotería. Lo queremos muchísimo. Es nuestro hijo.
Y tanto. Ibrahim, que es musulmán, acompaña cada sábado a sus padres a la Misa de las 19:30 horas. En el fondo, en la acogida de Ibrahim tiene mucho que ver la fe. «Lo que hace feliz al ser humano es el amor a Dios y al prójimo», explica Ramón. Juana añade que ve la presencia de Ibrahim como «un plan de Dios» y «un regalo».
Ramón y Juana son el ejemplo de una Iglesia y una sociedad, la de Cazorla, acogedoras, que establece vínculos con los que llegan para trabajar un fruto tan simbólico para esta tierra como es la aceituna.
Este es, según explica Jesús Castro, uno de los grandes retos –al margen de la labor asistencial– que tiene la Iglesia por delante: «Crear espacios para una convivencia fraternal». En algunos lugares, explica, ya se han organizado encuentros entre temporeros y alcaldes, temporeros y empresarios, e incluso se ha llevado a los chicos a conocer las cooperativas donde llega el fruto de su trabajo. «Esto cambia mucho la mentalidad y la manera de mirar la realidad», concluye.