Camino de Belén por los pasillos del Museo del Prado
En estos tiempos en los que hay quienes intentan desacralizar la Navidad, resulta agradable recorrer la pinacoteca madrileña, con tantas pinturas consagradas a la historia de salvación que celebramos
En estos tiempos en los que la desacralización de la Navidad ha llegado hasta el extremo de intentar rebautizar estos entrañables días con el aséptico nombre de «fiestas de inverno», resulta especialmente agradable recorrer las galerías y salas del Museo del Prado para reencontrarnos con tantas pinturas consagradas a los diferentes episodios históricos que ahora volvemos a recordar. Estas obras, realizadas por los más grandes artistas de diferentes escuelas y estilos, tienen en común el habernos legado ese patrimonio devocional fundamentado en los valores humanos y cristianos que secularmente han vertebrado esta nuestra vieja Europa; valores que aún seguimos celebrando, sí, en Navidad.
Junto al relato de la Pasión, el llamado ciclo de la infancia de Cristo ha sido continuamente recreado por todas las artes —pintura, escultura, música, poesía—, dada la trascendencia que el nacimiento de Jesús —ese Dios que se hizo historia— en la humildad de Belén tiene en el calendario litúrgico. Generalmente, los principales temas relacionados con la Navidad comienzan con la Anunciación, para seguir con la Natividad, la adoración de los pastores y la Epifanía, culminando con la presentación del Niño en el templo y la huida a Egipto.
Así pues, en nuestro particular camino de Belén que proponemos para la visita a la principal institución museística española, comenzaremos admirando La Anunciación (c. 1430) de Fra Angelico. Este genial pintor renacentista, a la sazón dominico, desarrolla aquí todo un discurso soteriológico al contraponer la expulsión de Adán y Eva del paraíso, que vemos al fondo, con el cumplimiento de la promesa de salvación de Dios en la encarnación de su Hijo, a la cual aquí asistimos.
De la mano del Barroco disfrutaremos de escenas de la adoración de los pastores realizadas por Maíno o Murillo. En ambos casos, estos autores tuvieron la capacidad para, desde un realismo sentido y sencillo, humano y trascendente, acercarnos al misterio de Belén, donde estos pastores —aquellos desheredados— se complacen con sus miradas asombradas y silentes en la pequeña grandeza del Niño Dios. Sus lienzos son muy diferentes a la recreación que del mismo tema imaginara El Greco en torno a 1612. Su estética, arrebatada y dramática, ofrece un paradigma ascendente, llameante, como la abrasadora fe de la mística española, con la que tanto se identificó el autor cretense.
Cómo no citar en este itinerario a Velázquez, maestro tan bien representado en el Prado, quien en su Adoración de los Reyes Magos (1612) nos dejó un auténtico retrato familiar. En efecto, se ha querido identificar en María a su propia esposa, Melchor sería un autorretrato y Gaspar plasmaría a quien fuera su maestro y suegro: el pintor Francisco Pacheco. Bien disímil es la interpretación que de la Epifanía pintó El Bosco hacia 1494. Como es habitual en el personal universo iconográfico del genial flamenco, frente a ese mundo que parece desmoronarse, protagonizado siempre por personajes tan inquietantes como enigmáticos, resalta la avidez del protagonista, ese Niño despierto, atento y erguido, que reposa feliz en el regazo de la otra gran protagonista de estos días: María.
Bien podemos concluir este navideño paseo complaciéndonos en cualquiera de las pinturas que Rafael dedicó a la Sagrada Familia. A veces solo vemos a José, María y el Niño; en otras ocasiones aparece san Juanito, e incluso los abuelos de Jesús, san Joaquín y santa Ana. Estos óleos, formulados con esa dulzura y suave melancolía propias del gran maestro renacentista, hacen que nuestra mirada se pierda en la calidez de la familia de Belén. Con el mejor de nuestros deseos, espero que esta misma armonía sea el modelo y la referencia para nuestros hogares durante esta Navidad.