Caballeros de Malta, crisis e (inevitable) reforma
Es una cofradía antigua y acaudalada. Por tradición, buena parte de sus miembros pertenecen a la nobleza. Su presencia se extiende a más de 100 países y su notable poder le ha permitido realizar ejemplares obras de caridad en todo el mundo. Pero también ha sido acusada de opacidad y favorecer negocios poco recomendables. El Papa acaba de intervenirla para empujar una reforma desde su seno. Es la Orden de Malta, cuya cúpula está viviendo en una crisis sin precedentes. Ahora tiene la oportunidad de recuperar el rumbo de la mano de Francisco
El gran maestro de la Orden de Malta, el príncipe inglés Matthew Festing, presentó inesperadamente su renuncia el 24 de enero. Lo hizo tras una reunión con Jorge Mario Bergoglio en su residencia vaticana de Santa Marta. Cuando la noticia se filtró a la prensa se dijo que el Pontífice le había pedido explícitamente dar un paso a un lado. Otras fuentes confiaron a Alfa y Omega que su salida del puesto, de carácter vitalicio, fue un alivio para él tras varias semanas de alta tensión.
La renuncia fue oficializada un día después, el miércoles 25, por la sala de prensa del Vaticano con un comunicado con ribetes diplomáticos. La nota manifestó el agradecimiento del Papa a Festing y destacó su «disponibilidad». Pero anunció que el gobierno de la institución recaería, a partir de ese momento y ad interim (interinamente), en el gran comendador, Ludwig Hoffmann von Rumerstein. Esto –añadía el texto– en tanto sea nombrado un «delegado pontificio», un interventor papal.
El Papa no pidió dimisiones
La salida de escena del gran maestro marcó el punto más alto de una crisis sin precedentes en los 900 años de vida de los caballeros. Reconocida como una institución religiosa en 1113 por el Papa Pascual II, la Soberana Orden militar y hospitalaria de San Juan de Jerusalén, de Rodas y de Malta se caracterizó siempre por su devoción al papado de Roma. Incluso cuando se transformó en un sujeto de derecho internacional que mantiene relaciones diplomáticas con más de 100 estados.
Por eso su actual crisis parece más bien una anomalía, provocada por turbulencias internas que se precipitaron tras una cadena de confrontaciones entre su cúpula y la Santa Sede. Todo se remonta al 10 de noviembre, cuando el Papa recibió en audiencia privada a su delegado ante la orden, el cardenal patrono Raymond Leo Burke. En esa reunión el purpurado solicitó a Francisco una carta que le permitiera dirimir una controversia interna, entonces en ciernes.
En ese encuentro Burke denunció ante el líder católico la entrega de preservativos como parte de una misión humanitaria de la orden en Myanmar. El episodio se refería a varios años atrás, cuando el jurista alemán Albrecht von Boeselager era gran hospitalario (responsable de las misiones), puesto que ocupó entre 1985 y 2014. El patrono quería empujar la renuncia de Boeselager, entonces gran canciller. El Papa accedió a facilitarle una carta, pero la misma decía claramente que era importante vigilar el respeto a la doctrina católica e instaba a dirimir el problema «mediante el diálogo».
Eso no fue lo que ocurrió. En una tensa reunión, el gran maestro Festing y el cardenal Burke forzaron la renuncia del gran canciller. Decidieron abrirle un proceso interno para suspenderlo, porque en dos ocasiones se negó a dimitir. Y llegaron a sostener que su salida había sido pedida explícitamente por el Papa.
Tras ese episodio el secretario de Estado del Vaticano, cardenal Pietro Parolin, escribió a Festing dos cartas. En una, del 12 de diciembre, estableció que «Su Santidad pidió diálogo como la forma en la cual tratar, y resolver, los problemas que puedan surgir. ¡Pero nunca ha hablado de alejar a nadie!».
Lejos de volver sobre sus pasos, el gran maestro radicalizó su posición. Tras haber involucrado inicialmente al Papa en un asunto interno, pretendió despegarse sosteniendo que la dimisión del gran canciller era un «acto de administración ordinaria». Y fundamentó su accionar en la soberanía de la orden.
Nueve días después se anunció el establecimiento de una comisión investigadora compuesta por cinco miembros, encabezada por el experimentado diplomático Silvano Tomasi y mandada por Francisco para aclarar el episodio. Festing retrucó con una nota en la cual acusó de «irrelevancia jurídica» al grupo, atribuyó su accionar a la voluntad de «poner en discusión» la soberanía, adelantó que no iba a colaborar con los enviados papales y explicó todo como un «equívoco de la Secretaría de Estado» vaticana.
Jamás la Orden de Malta se había enfrascado en un pulso de tales magnitudes con la Santa Sede. En una circular interna, el gran maestro anunció que había formado él mismo otra comisión para investigar, por su parte, a los comisionados. El Vaticano replicó ratificando su confianza en los delegados y advirtiendo que tomaría medidas «de su competencia».
La investigación concluyó en tiempo récord y los miembros de la comisión entregaron al Papa su informe antes de la cita que precipitó la salida de Festing. Pero hasta el último momento prevalecieron las desavenencias. Mientras la Santa Sede anunció el próximo nombramiento de un delegado pontificio, el gran maestro prefirió someter su renuncia al Consejo Soberano. Así lo hizo el sábado 28 de enero, en una reunión en la cual describió al Pontífice como un «enemigo personal».
Dos visiones de la Orden de Malta
En Roma muchos se preguntan por qué Festing, cuya exacerbada afición por la caza lo mantenía a menudo ausente de sus responsabilidades, perseveró por tanto tiempo en una clamorosa actitud de rebeldía hacia el papado. «Si la Santa Sede nos quita su apoyo nosotros desaparecemos, o nos convertimos en una ONG irrelevante», le confió en estos días un prominente miembro de la orden a un embajador ante el Vaticano.
Finalmente la salida del gran maestro fue aceptada. Además Francisco declaró nulos todos sus actos después del 6 de diciembre y el Consejo Soberano repuso en su cargo al expulsado Boeselager.
Este capítulo no parece ser el último de una historia más propia de una novela romana. Porque el caso del gran canciller sacó a la luz una crisis mucho más profunda. La confrontación, en el seno de la orden, del grupo británico y el grupo alemán. De dos visiones de la institución: una que otorga más importancia al ritualismo nobiliario y a los negocios de camarilla contra aquella que intenta recuperar su sentido original: «la defensa de la fe, el servicio a los pobres y a los enfermos».
Lo dejó en claro el cardenal Parolin en una carta fechada el 25 de enero: la orden deberá entrar en un «proceso de renovación necesario». Una reforma. Un tiempo de purificación que aleje la «mundanidad» de una obra cuyos dirigentes están cotidianamente expuestos a esa tentación.
Como si no bastase, también lo puso por escrito el propio Papa en otra carta del viernes 27 dirigida al lugarteniente y jefe interino von Rumerstein. «Para reforzar el camino de preparación al Capítulo extraordinario, decidí nombrar un delegado especial que, en estrecha colaboración con el lugarteniente interino, cuidará específicamente la renovación espiritual y moral de la orden, en particular de los miembros que han profesado los votos de obediencia, castidad y pobreza», escribió.
Y apuntó: «El testimonio de una auténtica vida cristiana hace más eficaz el acompañamiento de los enfermos y más fraterna la caridad hacia los pobres y las personas vulnerables de la sociedad. El delegado especial tendrá la tarea de ser mi exclusivo portavoz durante el periodo de su mandato para todo aquellos que corresponde a las relaciones de la orden con la Santa Sede. El mandato durará hasta la conclusión del capítulo extraordinario que deberá elegir un nuevo gran maestro».
Andrés Beltramo Álvarez
Ciudad del Vaticano