Francisco Javier Bustillo: «No ordeno a sacerdotes para que hagan cosas»

Bustillo, un cardenal español en Francia: «No ordeno a sacerdotes para que hagan cosas»

El Papa se fijó en el libro sobre el sacerdocio de este franciscano conventual, obispo de Ajaccio (Córcega, en Francia). Ahora, lo acaba de crear cardenal

María Martínez López
Cardenal Bustillo ordenación
Bustillo con las hermandades el día de su ordenación episcopal, el 13 de junio de 2021. Foto: Diócesis de Ajaccio.

¿Francisco Javier o François Xavier? ¿Lo contamos como cardenal español o francés?
Mi lugar de nacimiento y mis raíces están en Pamplona pero soy obispo en Francia. No creo que los franceses vayan a ver como una ofensa que en España me llamen Francisco Javier [ríe]. Estoy entre los dos lugares. Después de hacer COU me fui a Italia para hacer el noviciado, y luego a Toulouse.

¿Cómo fue esa vocación que, siendo tan joven, lo llevó a dejar su propia tierra?
Es el misterio de la vida y de una vocación. Pertenezco a una realidad muy pequeña, los Franciscanos Conventuales, que tenían solo un seminario entre Pamplona y la frontera francesa. Ahí entré con 10 años. De adolescente fue creciendo el deseo de dar mi vida al Señor. El seminario menor en el que estaba pertenecía a la provincia italiana, y era ahí donde se hacía la formación. Así que, como Abraham, dejé mi país para ir a otra tierra y vivir mi misión, la aventura de la vocación.

Dentro de la gran familia franciscana, ¿qué le llamó en particular del carisma de los franciscanos conventuales?
La familia franciscana es una familia de poetas: hay muchas ramas, mucho carisma, mucha creatividad. Entré en ellos porque eran los que conocía. Pero voy a la raíz, a san Francisco. Lo que me sedujo de él fue el carisma de fraternidad. Creo que hoy es profético porque vivimos en un mundo muy crispado, violento y tenso. Me sedujo también el aspecto de la interioridad de san Francisco: cuando empieza su vida espiritual y conversión se retira en grutas para entender lo que el Señor quiere de él. Se habla mucho de los pajaritos, de lo poético, pero es una espiritualidad profunda, sólida, real, auténtica, que va desde el don de sí hasta los estigmas. El tercer aspecto que me impresionó y que intento vivir es la misión. En una Edad media donde había muchas tensiones entre las ciudades y la Iglesia, sale a las calles para anunciar paz y bien. El hecho de salir a las calles no para seducir sino para anunciar a Dios es un aspecto muy bonito.

¿Siente empatía con un Papa que eligió el nombre de Francisco?
Eligió el nombre y eligió la misión, por esa palabra de «ve y repara mi Iglesia». La Iglesia con Benedicto XVI vivió momentos difíciles y necesitaba reparación, que significa darle la autenticidad y la belleza de los inicios. El hecho de elegir un nombre como Francisco y un proyecto como el de reparar la Iglesia es una realidad muy estimulante y muy importante. Yo me encuentro a gusto porque creo que Iglesia necesita reparación, encontrar creatividad y audacia misionera. El Papa nos estimula a no tener miedo.

¿Cómo es la realidad de la Iglesia en la isla de Córcega?
Ser una isla implica una configuración geográfica particular con una cultura particular. Los corsos han conservado una tradición religiosa importante. En Francia con la laicidad hay bastante ideología y distancia con la Iglesia. Aquí, siendo una isla y con la proximidad geográfica y cultural a Italia, hay concepción mucho más libre de la laicidad. El 95 % de la población es católica, no hay hostilidad como en otros sitios. También hay mucha fecundidad con las hermandades, que reúnen 3.000 miembros entre 350.000 habitantes: ayudan en la iglesia y en las procesiones y funerales y conservan antiguos cánticos polifónicos. Son como la arquitectura social de Corcega: cuerpos intermedios entre las autoridades y la base; por ejemplo en el aspecto de la solidaridad.

Tenemos una realidad eclesial muy rica, muy simpática, porque hay mucha simpatía con la Iglesia. Llegar aquí fue un cambio radical para mí, que viví en la zona sur de Francia, donde había mucha hostilidad ideológica. Es muy importante poder hablar con un alcalde, con un diputado o con un senador para poder entender mejor a este pueblo.

¡Los demás obispos franceses le tendrán envidia!
Esto no significa que todo sea bueno; luego hay que evangelizar, porque la gente quizá tiene una percepción un poco epidérmica de la fe. Se participa en las procesiones y todo, pero hay que ir a la radicalidad.

Acaba de participar en los Encuentros del Mediterráneo, en Marsella. Su isla, aun estando en pleno Mediterráneo, en cierto sentido vive ajena a retos como el migratorio.
Aquí vemos el aspecto lúdico: las vacaciones, la playa. Pero no podemos ser indiferentes a lo que está pasando. Como dijo el Papa, el Mediterráneo no puede ser un cementerio. En el pasado hubo mucho movimiento comercial, cultural —también militar— y espiritual; puertos como los de Grecia, con la filosofía; o los de Roma y el imperio. Luego está Oriente: el Líbano, Turquía; y el norte de África. Tenemos que recuperar poco a poco ese aspecto de civilización y evangelización.

Si perdemos eso podemos caer en una cierta animalidad. Hoy en día tenemos una crisis de civilización. En las relaciones interpersonales somos cada vez más primitivos, por ejemplo en las redes sociales. Estamos llamados a ser seres civilizados, capaces de respetar la dignidad de los demás. En el sur de Europa hay una necesidad de evangelización, de que en este mar circule la Buena Noticia del Evangelio. Si recordamos que este mar hizo circular el Evangelio quizá podamos descubrir una nueva frescura.

Hablaba de la secularización de Francia, pero es un país con un fuerte impulso misionero en distintos ámbitos.
Es la paradoja de Francia: por una parte hay esta casi hostilidad hacia la Iglesia, y por otra hay creatividad en la vida monástica, en comunidades nuevas —Taizé, familias de laicos, de religiosos—. Es un país que siempre ha dado a la Iglesia nuevas intuiciones y carismas. Aunque sea como un pequeño resto de Israel y los cristianos no sean muy numerosos hay todavía como unas brasas de las que renace el fuego. Luego, claro, la Iglesia tiene que acompañarlas.

Su nombre circuló bastante el año pasado, cuando el Papa regaló a los participantes en la Misa Crismal su libro Testigos, no funcionarios —publicado en España como La vocación del sacerdote ante la crisis—. En los últimos tiempos, ha habido algunas noticias de obispos que renuncian por cansancio, incluso suicidios de sacerdotes. ¿Qué hay detrás de esto?
En Francia hemos vivido algunos suicidios por cansancio o por acusaciones no justificadas. Hay fatiga: la Iglesia es pobre, no somos muy numerosos y hay que gestionar muchas cuestiones materiales. Eso exige tiempo y energía. Por eso decía que hay que cuidar la salud y la alegría. Porque si no, en la administración podemos perder el entusiasmo, la vida y la salud. Se trata de hacer vida interior, de no olvidar de dónde venimos y lo que hacemos. No basta con decir «estoy cansado, no puedo más, la vida es difícil, la gente no nos sigue». Parecemos el libro de las Lamentaciones. Es verdad, no es fácil, pero hemos recibido una vocación. Es el momento de recordar el momento de la unción en la ordenación, de no olvidar la fuerza que hemos recibido. Hay que resucitarla.

Esa es la recomendación para que cada sacerdote afronte esa realidad. ¿Y la Iglesia, cómo puede acompañarlos?
Vemos al sacerdote como a un funcionario que tiene que hacer cosas, celebrar Misa, animar reuniones, ir y venir; vemos el hacer del sacerdote. Pero no vemos su ser, y si no se cura el ser, si no se tiene en cuenta el ser profundo, una persona va a acabar en el activismo, se va a cansar y quizá va a perder la alegría y la fuerza. Un sacerdote se da a su pueblo, pero es importante que se sienta amado y acompañado por su pueblo para evitar la soledad y, aún peor, el aislamiento. Se trata de transmitirle que «estamos contigo, somos la Iglesia y crecemos juntos, Nosotros te necesitamos, tú nos necesitas, vayamos juntos hacia adelante».

¿También en esto es importante la sinodalidad?
Estamos en crisis, y hay que buscar respuestas. La sinodalidad es una respuesta. En los Hechos de los Apóstoles y en la Iglesia primitiva, cuando había problemas los apóstoles se encontraban y hablaban. No es una invención del Papa, es una tradición de la Iglesia. Tenemos una visión muy eurocéntrica, de que si hay problemas aquí los hay en todas partes. Creo que es útil escuchar qué pasa en América, en África, en Asia. En Europa vemos decadencia, dificultades, en otros hay entusiasmo y novedad. El Sínodo va a ayudarnos a ver otras situaciones, a escuchar otras experiencias y a crecer y caminar junto.

¿Había tenido ocasión de comentar con el Papa qué vio en su libro?
Para mí es un misterio; es algo que entra en la libertad del Santo Padre. Yo escribí libro para compartir con los demás una visión de la Iglesia y del sacerdocio. Si a Francisco lo que digo le parece útil para la Iglesia, me siento honrado pero también es una responsabilidad.

Proponía sobre todo que no olvidemos quiénes somos y de dónde venimos, porque si no nos ahogamos en el hacer cosas. Al final parece ser que hoy en día un sacerdote tiene que hacer muchas cosas, que hay poca gente y hay que salvar a la Iglesia y trabajar. Pero yo no ordeno a sacerdotes para que hagan cosas sino para que sean testigos de Jesús. La primera misión del sacerdote es amar, es ordenado para amar. Cuando unos padres vienen para pedir un bautizo o los novios para la boda, o alguien para un entierro o para hablar, nuestra obligación es dar tiempo a esas personas que necesitan un oído atento, una calidad de escucha y orientación.