Que nadie se lleve a engaño: Bluey, esa extraordinaria serie creada por la televisión australiana, es mucho más que una fantástica producción infantil. Es un ejercicio de virtuosismo en el guion de cada capítulo; en las tomas y planos; y, sobre todo, y en este punto me quiero extender, en su retrato de la vida cotidiana de una familia… normal. Sí, normal en la acepción de habitual, pero a la vez extraordinaria en su cotidianidad. Un padre, una madre y dos hijas, Bingo y Bluey. Su casa como escenario habitual, el parque, el colegio, la autocaravana… Insisto, lo normal de toda la vida. ¿Qué puede tener de extraordinario retratar las escenas cotidianas de una familia normal? La mejor respuesta que puedo articular es esta: en un mundo que ha sacralizado el dinero, el trabajo, el éxito, la astucia de la serpiente, Bluey responde sacralizando el hogar, la cotidianidad de unos padres jugando con sus hijas, amando a su cónyuge, pidiéndose perdón tras una tarde enganchado al móvil. Sin ápice de moralina, si pudiésemos expresar una intención de fondo en esta serie es la de volver a enamorarnos de nuestra familia; a los hijos de los padres, por muchos defectos y limitaciones que muestren; a los padres de su cónyuge y de sus propios hijos. Es la serie que mejor muestra lo que es vivir en el presente, no en el sentido de carpe diem, sino en el de «se nos da todo hoy, ahora». Y buena parte de ese todo es cada instante, cada juego figurativo, cada travesura y escollo del día a día de nuestra familia.
En una época ideologizada hasta la náusea, nos muestra hasta qué punto la familia representa el último bastión de la libertad frente a la esclavitud de la empresa o la absolutización del Estado. La serie hace llorar a los padres porque redescubren la belleza que se les entrega cada vez que amanecen con sus hijos saltándoles encima. La serie nos recuerda que nuestro hogar es un altar.