Si aún hay algún seriéfilo que no haya visto nada de Black Mirror, ármese de valor y estómago y póngase a verla. Es ya, sin duda, un clásico distópico, de capítulos autoconclusivos, todos ellos con el hilo conductor del uso y abuso de la tecnología. Lo más interesante suele ser, no tanto la denuncia, sino la pregunta que constantemente late por lo genuinamente humano, aquello que estamos perdiendo entre tanta distracción.
Llega ahora la esperada sexta temporada (después de una quinta que, para ir contra el refrán, fue, en líneas generales, bastante mala) y recupera la esencia, dentro de la negrura de la propuesta y de un cierto hartazgo general del género distópico que, a fuerza de proponer sociedades futuras indeseables, acaba por legitimar la presente. Algo así como aquello de «virgencita, que me quede como estoy».
La sexta temporada, que podemos disfrutar (y sufrir) íntegramente en Netflix, trata de salirse del guion acostumbrado y de entregarnos algunas historias que, aparentemente al menos, no tienen mucho que ver con el Black Mirror que hasta ahora conocíamos. Sin embargo, a mi juicio, lo mejor de la temporada es el primer episodio («Joan is awful»), que vuelve por los fueros de sus mejores capítulos y revive una suerte de nuevo show de Truman. En mi opinión, los demás están un escalón por debajo, aunque hay algún otro rescatable como el tercero («Beyond the sea»), que nos sumerge en una historia de replicantes espaciales e infidelidades que, como suele suceder en los buenos episodios de la serie, nos confronta con alguna de las cuestiones esenciales de nuestra (a veces) gris y contradictoria vida. Lástima que la exagerada duración del capítulo sea un lastre y que se pudiera haber contado lo mismo en mucho menos metraje.
Si son muy fans de la serie, tienen que verla. Si no, directamente pueden ahorrársela y buscar en otra estancia en la que haya más luz y menos espejos negros y rotos.