Benito Ansola, un párroco de cine
Este cura vasco produjo una veintena de películas, siempre «con permiso de Dios». A sus 95 años ha recibido varios premios, uno del Festival de San Sebastián, y la Filmoteca Vasca lo define como «un grande del cine»
La cámara Súper 8 de Benito Ansola, don Benito para sus parroquianos, descansa sobre la estantería de su habitación, en la residencia diocesana San Vicente de Bilbao, frente a los jardines de Albia. No hay mejor predictor de la alegría que le dio este aparato que el brillo que desprenden los ojos del cura al observarlo. El presbítero contempla a la vieja e inservible amiga de correrías y aventuras entre nostálgico y embelesado, con la seguridad del que no cambiaría una anticuada máquina por el último y más moderno dispositivo que haya salido al mercado: «¿Cómo voy a dejar atrás aquello que me ha hecho tan feliz?», pregunta en voz alta, sin ni siquiera darse cuenta de que el artilugio dejó de funcionar tiempo atrás.
No deja de echar la vista al pasado en ningún momento, pero Ansola se da cuenta de que el tiempo pasa muy rápido y de que, de no haber sido por los videocasetes o los nuevos soportes, su legado cinematográfico habría terminado en el olvido. Porque hoy en día, las nuevas generaciones pueden encontrarlo interpretando a un anciano en Aitxitxa makurra, una película que grabó recientemente para YouTube, o haciendo un pequeño papel secundario en el largometraje La muerte de Mikel (Imanol Uribe, 1983), incluido recientemente en el catálogo de la plataforma de streaming más de moda. «Esto en mi época era impensable», afirma categóricamente don Benito. «De haber sido cineasta hoy en día hubiese llegado a más gente», se lamenta. Y eso que tiene en su haber una veintena de películas.
En los 70 años que han trascurrido desde que fue ordenado sacerdote, a Benito Ansola le ha dado tiempo para ejercer de misionero en Ecuador y para ser cura en numerosos pueblos vascos como Echevarría, Barinaga o también en su Lequeitio natal, donde fue párroco durante 24 años.
Con una lucidez que todavía sorprende a su edad, a menos de un mes de alcanzar los 95 años, Benito Ansola desvela que fue su pasión por el cine lo que le dio cierta fama. Tanto que, entre otros, en el año 2005 le concedieron un premio en el Festival de San Sebastián y, diez años después, le otorgaron la mención honorífica Carmelo Etxenagusia de la mano del ex vicario general de la diócesis de Bilbao Ángel Mari Unzueta por su aportación al mundo de la cultura y de la fe. «Fue una exageración de quien bien me quería», asegura el hombre, todavía emocionado.
A Benito Ansola el amor por el cine le viene de lejos. Con la llegada de la Guerra Civil cuando tenía «7 u 8 años», su familia se trasladó a vivir a Bilbao y el cine le ayudó a evadirse «de noticias de muerte y destrucción». A consecuencia de la contienda, su padre terminaría en prisión y «lo único que me entretenía era acudir a los cines Coliseo Albia, Campos Elíseos o Ideales para ver películas», detalla.
En una época en la que el western clásico dominaba la cartelera bilbaína, ver «las vaqueradas» consistía el mayor de sus problemas; estas películas las visionaba una y otra vez hasta que las aprendía de memoria en sesiones dobles que se alargaban hasta bien entrada la noche. Cerraba los ojos y no le costaba imaginar que era un piel roja saltando desde un caballo a un carruaje a 90 kilómetros por hora, recibiendo disparos y cayendo abatido bajo la diligencia. Entonces ni siquiera se imaginaba que en unos años protagonizaría y dirigiría largometrajes: «¿Quién me iba a decir a mí que un día miraría a través de la lente de la cámara en calidad de actor y director de películas?», se pregunta.
Sería precisamente allí, en la capital vizcaína, donde le entraría el gusanillo por el cine y donde conocería su verdadera vocación al servicio del Señor de la mano de don Claudio Gallestegi, para quien ejercía como monaguillo en el casco viejo. «Éramos ocho hermanos: Miren, Víctor, Ane, Sabín, Patxi, Gotzone, Ikerne y yo. Patxi era txistulari (intérprete de flauta vasca) y yo me convertí en el cura de la familia», recuerda.
Su delicado oído no le permite acudir a los cines que tantos buenos momentos le dieron, pero suele ver atentamente las películas que le hacen llegar sus sobrinos a la residencia de la diócesis de Bilbao en la que vive. «Esto me da la vida», manifiesta, melancólico. Por un momento consigue cambiar el semblante triste con comentarios ingeniosos e irónicos. Fundiéndose en mil carcajadas, relata que vino al mundo el mismo día en el que nació el célebre Alfred Hitchcock y que, «esto no puede ser una casualidad». Además, recuerda con cierto asombro que en su propio pueblo hubo quien le empezó a llamar Paul Newman cuando se escucharon los primeros aplausos y elogios por sus obras. Uno a uno, aún es capaz de nombrar a los seis alumnos de Marquina-Jeméin, en Vizcaya, a los que impartió clases de cine siendo un pionero de esta materia. «Si no tenía suficiente con lo de Paul Newman, estos me llamaban John Ford, no por el parecido sino por las veces que nombraba al actor», rememora con sonrisa picarona.
La de don Benito ha sido una vida dedicada al cine «pero siempre con permiso de Dios», aclara. Tanta pasión y dedicación ha volcado sobre el séptimo arte que desde la Filmoteca Vasca lo tienen muy claro. «Ha sido uno de los grandes en el cine vasco junto a Pío Baroja y Néstor Basterretxea» aseguran.
Al conmemorarse los aniversarios sacerdotales de este 2023, a finales de mayo, Joseba Segura, obispo de Bilbao, señaló en la homilía de una multitudinaria Misa que el compromiso, «a largo plazo, no es fácil de entender, de llevar a cabo ni de valorar». Lo decía haciendo referencia a quienes tenían 25 años de servicio a sus espaldas, a los que habían hecho 50 años de sacerdotes o a los que habían cumplido 70 años desde su ordenación. Especialmente agradeció la labor de tres hombres que se consagraron en 1953 y que, sumando su edad, casi alcanzan los 300 años. Los tres sacerdotes de más edad —todos por encima de los 90 años— destacaban entre una veintena de religiosos y desde los bancos, en una abarrotada basílica de Begoña, los aplausos resonaron con fuerza al nombrarlos: Benito Ansola, Javier Echavarren y José María Bustinza.
El más famoso quizá sea Benito Ansola, pero Javier Echavarren, de 94 años y autor de la mini guía con los datos más relevantes de la Iglesia de Vizcaya, es conocido porque lanzó en 1950 una botella con estampas de la Virgen de Begoña junto a otros fieles en una «travesía a Santiago de Compostela». Los designios de Dios quisieron que ese tesoro surcase el mar hasta las islas Canarias, llegando a las costas de la pequeña localidad tinerfeña de Almáciga, donde desde entonces se venera a la Amatxu de Bilbao.
La trayectoria de José María Bustinza, «muy contento» por cumplir siete décadas como presbítero, fue recordada porque reconstruyó la parroquia de los Santos Juanes, en el casco viejo bilbaíno, tras quedar completamente arrasada por las inundaciones que azotaron la villa en 1983. Desde su veteranía aprovechó para lanzar un mensaje a los curas más jóvenes: «Que sean fieles a lo que creen».