Benedicto XVI, intérprete de los jóvenes
La XX Jornada Mundial de la Juventud fue una cita idónea para conocer más a fondo la cercanía del Papa Benedicto XVI. Una ocasión singular la constituyó el almuerzo que compartió el Pontífice con doce jóvenes de los cinco continentes, el 19 de agosto, en el Seminario Mayor de Colonia. Al no hablar todos el mismo idioma, el mismo Benedicto XVI se prestó a hacer de intérprete
Lauriane-Salomé Moufouma-Oki, una chica de 26 años de Congo Brazzaville, voluntaria en la Jornada Mundial de la Juventud, confió a Alfa y Omega, tras el almuerzo que mantuvo con Benedicto XVI junto a otros jóvenes de todo el mundo, su sorpresa ante este Papa tan sencillo, quien, para explicar su capacidad para pasar tan fácilmente de un idioma a otro, reconoció: «He dado clases a estudiantes en francés y en inglés». Lauriane se quedó también muy impresionada al darse cuenta de que el Pontífice conoce muy bien la situación de su país, así como de la vecina República Democrática del Congo. La joven asegura que la noche anterior no pudo dormir y que, al comenzar, se le había pasado el apetito. Ahora bien, durante la comida el tiempo pasó «muy rápido», explica con una sonrisa. El Papa incluso interrumpió un momento la conversación para pedir que le sirvieran la tortilla de los jóvenes, y no la trucha que le habían acercado.
¡Qué estúpido era al no creer en Dios!»: en esta frase se puede resumir el testimonio de un joven sacerdote de Kazajistán, el padre Alexander Fix, de origen alemán, pronunciado ante seminaristas del mundo entero reunidos en la iglesia de San Pantaleón, en la tarde del 19 de agosto, en torno a Benedicto XVI. La comunidad cristiana en Kazajistán es un pequeño rebaño en este país de mayoría musulmana. Los católicos, que no tenían iglesias, se beneficiaban de la hospitalidad delos ortodoxos durante los años del comunismo. Cuando realizaba su servicio militar obligatorio en la Armada Roja, Fix trató de abandonar el Ejército, lo cual le hubiera expuesto a innumerables peligros. En un permiso fuera del cuartel, le contó algunas confidencias a su abuela, quien le dijo: «Tienes que rezar y el buen Dios te ayudará». «Estas sencillas palabras de mi abuela, pronunciadas en esta situación, fueron el toque de gracia para mí. Escribí el Padrenuestro y el Avemaría y comencé a rezar. Cuando estaba de guardia, las noches, rezaba y sentía la presencia de Dios tan sensible que me decía a mí mismo: ¡Qué estúpido era al no creer en Dios! Terminé mi servicio militar y regresé sano y salvo a mi casa. Poco a poco profundicé en mi fe. Rezaba el Rosario y leía la Escritura. Dos años después escuché la llamada al sacerdocio», recordó. Fue ordenado en Astana, la capital de su país, en 2001, y su obispo, monseñor Thomas Peta, le pidió que acompañara a los jóvenes kazajos hasta Colonia. El presbítero concluyó pidiendo al Papa que rezara por su país.
Los jóvenes que participaron en el almuerzo procedían de Francia, Irlanda, Chile, Benín, China (Taiwán), Congo-Brazzaville, Canadá, Alemania, Eslovenia, Australia y Palestina. Lubica Janovic, de 19 años, residente en Sídney (Australia), supo antes que el resto de jóvenes del mundo que su ciudad sería elegida como sede para la próxima Jornada Mundial de la Juventud, pues, al verla, el Papa no pudo guardarse la noticia. De las palabras que escuchó en el almuerzo a Benedicto XVI, Lubica se acuerda en particular de una frase: «Haced de Jesús el número uno de vuestra vida y todo irá bien».
Nicolás José Frías, joven de 19 años de Chile, pudo constatar que el Papa está al día de lo que sucede en su país, y le contó sus experiencias en ciudades como Santiago y Antofagasta en pasados viajes siendo cardenal. «No se trató de una audiencia —dijo el joven—, sino de una conversación íntima donde lo más impresionante fue el trato personal, individual de cada uno», subrayó Nicolás. «La conversación giraba en torno a temas muy personales», confirmó Jason Mackiewicz, de Nueva Zelanda.
Aleksander Pavakovic, esloveno invidente, también participó en el encuentro como agradecimiento por parte del Papa por haber traducido en Braille las oraciones y los textos litúrgicos de las misas para la Jornada Mundial de la Juventud. También Kalaus Langenstück, joven alemana de 22 años, quedó impresionada por la calma que emanaba con su presencia el Papa, mientras que Christelle Giraudet, francesa a quien el Pontífice le felicitó por lo bien que habla alemán, considera que no fue una comida con el Papa, sino más bien alrededor del Papa junto a otros jóvenes.
Yunju Rosa Lee, joven de Taiwán, habló con el Papa de sus esperanzas para China, y le ofreció un CD para que escuchara los cantos que había grabado con su grupo de música. Martin Hounzinne Adonha, de 27 años, de Benín, sólo decía una palabra: «Merci, merci, merci…». Johny Bassous, palestino de 20 años, revela que el Santo Padre «nos invitó en varias ocasiones a profundizar en nuestra fe y a vivirla pacíficamente en medio de otras personas provenientes de orígenes diferentes al nuestro, en particular de aquellos que viven en países compuestos de diferentes religiones. El Papa mencionó después un pasaje de la Biblia, tomado de la Primera Carta de san Pedro, en el que se subraya nuestro deber de ofrecer razones de esperanza viva a quienes nos preguntan por nuestra fe. En otras palabras, con nuestra vida hablamos a las demás personas, dándoles argumentos para interpelarnos sobre las razones de nuestra fe. Alentado por esta invitación del Papa, creo que para mí amar a los demás, amar a los musulmanes, a los judíos junto a los demás cristianos, es una de las cosas más grandes que puedo hacer para impulsar nuestro diálogo de paz. Y constató finalmente el muchacho: «Éste es el mensaje de reconciliación que quiero traer conmigo al regresar a casa, para después lanzarlo cotidianamente en mi vida de cristiano».
Paul Ponce, uno de los tres mejores malabaristas del mundo, de origen argentino pero residente en Cataluña, hizo el malabar de su vida en la noche del 20 de agosto: representar sus números, en plena Vigilia de oración y adoración, sin alterar para nada el recogimiento de los 800.000 jóvenes presentes. Es un mago de los sombreros, de las pelotas de ping pong en la boca, y puede hacer lo que quiera con los siete bolos… Sin embargo, en Colonia lo tenía difícil. «Mi participación requirió tres días de ensayos en Marienfeld, en el mismo lugar de la Vigilia. Al contemplar durante esos tres días el mal tiempo y las fuertes ráfagas de viento que allí se concentraban, pensé que sería casi imposible realizar mis malabarismos, especialmente con mis sombreros. Pero le confié esta intención a muchas almas conocidas, y además al Siervo de Dios Juan Pablo II». Tras terminar el espectacular número de los malabares con las antorchas, se acercó junto a su esposa, Lia, para saludar al Papa. «Nos arrodillamos a los pies del Santo Padre, y le imploramos su bendición que, con tanto cariño, nos dio. Le dijimos que llevamos tres meses casados y que cada día rezamos por él, algo que acostumbramos a hacer después de cada Comunión. Recibimos de sus manos un rosario cada uno, y con gran alegría nos alejamos del Santo Padre sintiéndole en nuestros corazones más cerca que nunca», añadió. Paul, que no ha vivido más de diez meses en una misma ciudad en toda su vida, heredó la fe de su familia, pero sus viajes por el mundo le impidieron mantener una formación cristiana continua. Lo que él llama su conversión tuvo lugar a los 21 años, cuando trabajaba en un espectáculo del casino de Nassau, Bahamas («donde pasé los únicos 10 meses seguidos en un solo lugar»). Allí se preparó para recibir la Confirmación. «Algo que no se me puede olvidar de este proceso de mi conversión, fue el entrar a solas a la iglesia a rezar y fijar mis ojos en el Crucifijo; al mirarlo, me preguntaba: ¿por qué tanto dolor y sufrimiento?», recuerda. «Lo increíble fue que, cuanto más intentaba entender y aprender a hacer el bien hacia Dios y los demás, más felicidad y plenitud sentía», revela. «El culmen de todo esto fue cuando decidí parar un año entero de trabajar en el mundo artístico, para dar un año de colaborador (misionero laico) a la Iglesia», aclara. «Al final, me di cuenta de que ese año había sido el más feliz de toda mi vida, pues aprendí dónde se encontraba la felicidad: en buscar a Dios y el bien de los demás», confirma. «Ahora trabajo en el mundo artístico con un nuevo ideal: ver cómo puedo ser un instrumento de Dios hacia mis compañeros, y no por lo que yo pueda hacer por ellos, que sería nulo, sino por lo que Dios, sirviéndose siempre de instrumentos indignos, pueda hacer por ellos», concluye.