Bendición urbi et orbi del Papa Francisco: «No nos abandones a merced de la tormenta»
Esta pandemia «ha desenmascarado nuestras vulnerabilidades», ha afirmado el Papa Francisco este viernes durante la bendición urbi et orbi desde la plaza de San Pedro. «La fe libera del miedo y da esperanza», dijo el Santo Padre, quien señaló que «la oración y el servicio son nuestras armas vencedoras»
«Desde hace un tiempo se han oscurecido nuestras calles y ciudades y todo se ha llenado de silencio y de un vacío desolador. Se siente en el aire y en los gestos, lo dicen las miradas. Nos encontramos asustados y perdidos, nos ha sorprendido esta tormenta inesperada. Nos sentimos frágiles y desorientados», ha dicho el Papa este viernes durante la bendición urbi et orbi extraordinaria en la que el Pontífice ha rezado por el fin de la pandemia provocada por el coronavirus.
El Santo Padre hizo una llamada a la conversión al asegurar que esta situación «ha desenmascarado nuestra vulnerabilidad y nuestras falsas seguridades y proyectos. Habíamos dejado abandonado a Quien sostiene nuestra vida. Y se han puesto el descubierto nuestras tentativas de anestesiar nuestras rutinas salvadoras. Se ha caído el maquillaje con el que estábamos disfrazando nuestros pretenciosos egos». Esta pandemia nos ha descubierto «codiciosos de ganancias y aturdidos por lo material y por las prisas. No hemos escuchado el grito de los pobres y de nuestro planeta, gravemente enfermo. Pensábamos que podíamos mantenernos siempre sanos en un mundo enfermo».
Pero al mismo tiempo, esta situación «ha puesto al descubierto nuestra pertenencia común como hermanos», porque «no podemos seguir cada uno por nuestra cuenta, sino solamente juntos».
En este sentido, el Papa Francisco ha destacado «el testimonio de médicos, enfermeros y enfermeras, encargados de reponer los supermercados, limpiadoras, transportistas, fuerzas de seguridad, religiosos y sacerdotes y tantos otros que han comprendido que nadie se salva solo, y que han descubierto y experimentado la oración de Jesús: “Que todos sean uno”».
También destacó el Pontífice a «tantas madres, padres, abuelos y docentes que muestran a nuestros pequeños como enfrentar está crisis levantando la mirada y la oración», así como a «tantas personas que rezan y ofrecen por el bien de todos».
Por todo ello, afirmó que «la oración y el servicio son nuestras armas vencedoras. No somos autosuficientes. Solos nos hundimos. Necesitamos al Señor», de ahí que exhortó a «invitar a Jesús a nuestra vida», porque «con Él a bordo no se naufraga. Él trae la serenidad a nuestra tormenta. Con Dios, la vida nunca muere».
Después de rezar unos momentos ante el Cristo de la iglesia de San Marcelo, al que se le atribuye el cese de la peste de 1522 después de que fuera llevado en procesión por la ciudad de Roma y ante el que el Santo Padre rezó el 15 de marzo para pedir el fin de la epidemia, el Papa se detuvo a rezar en silencio ante el Señor y luego salió al atrio de la basílica de San Pedro para bendecir con el Santísimo a la ciudad de Roma y al mundo.
«Que descienda sobre vosotros la bendición de Dios como un abrazo consolador», dijo el Papa Francisco unos momentos antes, cuando se dirigió al Señor pidiendo: «No nos abandones a merced de la tormenta», invitando a descargar en Él «nuestros agobios y preocupaciones, porque sabemos que Tú nos cuidas», y porque «la fe libera del miedo y da esperanza».
En este momento «de prueba y de elección», es tiempo «de separar lo necesario de lo que no lo es» y de reorientar nuestra vida «hacia Ti y hacia los demás». «Abandonemos nuestro afán de omnipotencia y posesión», pidió el Papa, quien acabó invitando a buscar en la Cruz «el camino que nos ayude a cuidarnos y a cuidar», y a «abrazar al Señor para abrazar la esperanza».
«Al atardecer» (Mc 4, 35). Así comienza el Evangelio que hemos escuchado. Desde hace algunas semanas parece que todo se ha oscurecido. Densas tinieblas han cubierto nuestras plazas, calles y ciudades; se fueron adueñando de nuestras vidas llenando todo de un silencio que ensordece y un vacío desolador que paraliza todo a su paso: se palpita en el aire, se siente en los gestos, lo dicen las miradas. Nos encontramos asustados y perdidos. Al igual que a los discípulos del Evangelio, nos sorprendió una tormenta inesperada y furiosa. Nos dimos cuenta de que estábamos en la misma barca, todos frágiles y desorientados; pero, al mismo tiempo, importantes y necesarios, todos llamados a remar juntos, todos necesitados de confortarnos mutuamente. En esta barca, estamos todos. Como esos discípulos, que hablan con una única voz y con angustia dicen: «perecemos» (cf. v. 38), también nosotros descubrimos que no podemos seguir cada uno por nuestra cuenta, sino sólo juntos.
Es fácil identificarnos con esta historia, lo difícil es entender la actitud de Jesús. Mientras los discípulos, lógicamente, estaban alarmados y desesperados, Él permanecía en popa, en la parte de la barca que primero se hunde. Y, ¿qué hace? A pesar del ajetreo y el bullicio, dormía tranquilo, confiado en el Padre —es la única vez en el Evangelio que Jesús aparece durmiendo—. Después de que lo despertaran y que calmara el viento y las aguas, se dirigió a los discípulos con un tono de reproche: «¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?» (v. 40). Tratemos de entenderlo. ¿En qué consiste la falta de fe de los discípulos que se contrapone a la confianza de Jesús? Ellos no habían dejado de creer en Él; de hecho, lo invocaron. Pero veamos cómo lo invocan: «Maestro, ¿no te importa que perezcamos?» (v. 38). No te importa: pensaron que Jesús se desinteresaba de ellos, que no les prestaba atención. Entre nosotros, en nuestras familias, lo que más duele es cuando escuchamos decir: “¿Es que no te importo?”. Es una frase que lastima y desata tormentas en el corazón. También habrá sacudido a Jesús, porque a Él le importamos más que a nadie. De hecho, una vez invocado, salva a sus discípulos desconfiados.
La tempestad desenmascara nuestra vulnerabilidad y deja al descubierto esas falsas y superfluas seguridades con las que habíamos construido nuestras agendas, nuestros proyectos, rutinas y prioridades. Nos muestra cómo habíamos dejado dormido y abandonado lo que alimenta, sostiene y da fuerza a nuestra vida y a nuestra comunidad. La tempestad pone al descubierto todos los intentos de encajonar y olvidar lo que nutrió el alma de nuestros pueblos; todas esas tentativas de anestesiar con aparentes rutinas “salvadoras”, incapaces de apelar a nuestras raíces y evocar la memoria de nuestros ancianos, privándonos así de la inmunidad necesaria para hacerle frente a la adversidad. Con la tempestad, se cayó el maquillaje de esos estereotipos con los que disfrazábamos nuestros egos siempre pretenciosos de querer aparentar; y dejó al descubierto, una vez más, esa (bendita) pertenencia común de la que no podemos ni queremos evadirnos; esa pertenencia de hermanos. «¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?». Señor, esta tarde tu Palabra nos interpela se dirige a todos. En nuestro mundo, que Tú amas más que nosotros, hemos avanzado rápidamente, sintiéndonos fuertes y capaces de todo.
Codiciosos de ganancias, nos hemos dejado absorber por lo material y trastornar por la prisa. No nos hemos detenido ante tus llamadas, no nos hemos despertado ante guerras e injusticias del mundo, no hemos escuchado el grito de los pobres y de nuestro planeta gravemente enfermo. Hemos continuado imperturbables, pensando en mantenernos siempre sanos en un mundo enfermo. Ahora, mientras estamos en mares agitados, te suplicamos: “Despierta, Señor”. «¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?». Señor, nos diriges una llamada, una llamada a la fe. Que no es tanto creer que Tú existes, sino ir hacia ti y confiar en ti. En esta Cuaresma resuena tu llamada urgente: “Convertíos”, «volved a mí de todo corazón» (Jl 2, 12). Nos llamas a tomar este tiempo de prueba como un momento de elección. No es el momento de tu juicio, sino de nuestro juicio: el tiempo para elegir entre lo que cuenta verdaderamente y lo que pasa, para separar lo que es necesario de lo que no lo es.
Es el tiempo de restablecer el rumbo de la vida hacia ti, Señor, y hacia los demás. Y podemos mirar a tantos compañeros de viaje que son ejemplares, pues, ante el miedo, han reaccionado dando la propia vida. Es la fuerza operante del Espíritu derramada y plasmada en valientes y generosas entregas. Es la vida del Espíritu capaz de rescatar, valorar y mostrar cómo nuestras vidas están tejidas y sostenidas por personas comunes —corrientemente olvidadas— que no aparecen en portadas de diarios y de revistas, ni en las grandes pasarelas del último show pero, sin lugar a dudas, están escribiendo hoy los acontecimientos decisivos de nuestra historia: médicos, enfermeros y enfermeras, encargados de reponer los productos en los supermercados, limpiadoras, cuidadoras, transportistas, fuerzas de seguridad, voluntarios, sacerdotes, religiosas y tantos pero tantos otros que comprendieron que nadie se salva solo. Frente al sufrimiento, donde se mide el verdadero desarrollo de nuestros pueblos, descubrimos y experimentamos la oración sacerdotal de Jesús: «Que todos sean uno» (Jn 17, 21).
Cuánta gente cada día demuestra paciencia e infunde esperanza, cuidándose de no sembrar pánico sino corresponsabilidad. Cuántos padres, madres, abuelos y abuelas, docentes muestran a nuestros niños, con gestos pequeños y cotidianos, cómo enfrentar y transitar una crisis readaptando rutinas, levantando miradas e impulsando la oración. Cuántas personas rezan, ofrecen e interceden por el bien de todos. La oración y el servicio silencioso son nuestras armas vencedoras. «¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?». El comienzo de la fe es saber que necesitamos la salvación. No somos autosuficientes; solos nos hundimos. Necesitamos al Señor como los antiguos marineros las estrellas. Invitemos a Jesús a la barca de nuestra vida. Entreguémosle nuestros temores, para que los venza. Al igual que los discípulos, experimentaremos que, con Él a bordo, no se naufraga. Porque esta es la fuerza de Dios: convertir en algo bueno todo lo que nos sucede, incluso lo malo. Él trae serenidad en nuestras tormentas, porque con Dios la vida nunca muere.
El Señor nos interpela y, en medio de nuestra tormenta, nos invita a despertar y a activar esa solidaridad y esperanza capaz de dar solidez, contención y sentido a estas horas donde todo parece naufragar. El Señor se despierta para despertar y avivar nuestra fe pascual. Tenemos un ancla: en su Cruz hemos sido salvados. Tenemos un timón: en su Cruz hemos sido rescatados. Tenemos una esperanza: en su Cruz hemos sido sanados y abrazados para que nadie ni nada nos separe de su amor redentor. En medio del aislamiento donde estamos sufriendo la falta de los afectos y de los encuentros, experimentando la carencia de tantas cosas, escuchemos una vez más el anuncio que nos salva: ha resucitado y vive a nuestro lado. El Señor nos interpela desde su Cruz a reencontrar la vida que nos espera, a mirar a aquellos que nos reclaman, a potenciar, reconocer e incentivar la gracia que nos habita. No apaguemos la llama humeante (cf. Is 42, 3), que nunca enferma, y dejemos que reavive la esperanza.
Abrazar su Cruz es animarse a abrazar todas las contrariedades del tiempo presente, abandonando por un instante nuestro afán de omnipotencia y posesión para darle espacio a la creatividad que sólo el Espíritu es capaz de suscitar. Es animarse a motivar espacios donde todos puedan sentirse convocados y permitir nuevas formas de hospitalidad, de fraternidad y de solidaridad. En su Cruz hemos sido salvados para hospedar la esperanza y dejar que sea ella quien fortalezca y sostenga todas las medidas y caminos posibles que nos ayuden a cuidarnos y a cuidar. Abrazar al Señor para abrazar la esperanza. Esta es la fuerza de la fe, que libera del miedo y da esperanza. «¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?».
Queridos hermanos y hermanas: Desde este lugar, que narra la fe pétrea de Pedro, esta tarde me gustaría confiarlos a todos al Señor, a través de la intercesión de la Virgen, salud de su pueblo, estrella del mar tempestuoso. Desde esta columnata que abraza a Roma y al mundo, descienda sobre vosotros, como un abrazo consolador, la bendición de Dios. Señor, bendice al mundo, da salud a los cuerpos y consuela los corazones. Nos pides que no sintamos temor. Pero nuestra fe es débil y tenemos miedo. Mas tú, Señor, no nos abandones a merced de la tormenta. Repites de nuevo: «No tengáis miedo» (Mt 28, 5). Y nosotros, junto con Pedro, «descargamos en ti todo nuestro agobio, porque Tú nos cuidas» (cf. 1 P 5, 7).