Bendecir es alabar a Dios, poner en sus manos; no legitimar - Alfa y Omega

A buen seguro la declaración Fiducia supplicans, publicada el pasado lunes por el Dicasterio para la Doctrina de la Fe, ocupará nuestras conversaciones en las próximas semanas convocándonos a un ejercicio de madurez en la comunión. El documento desarrolla la respuesta a la segunda de los cinco dubia (dudas) presentados al Papa Francisco en el mes de julio por parte de cinco cardenales y que tuvo una primera respuesta hecha pública en los días previos al Sínodo. Su contenido modifica algunos de los aspectos señalados en la nota explicativa de la entonces Congregación para la Doctrina de la Fe sobre las bendiciones de las uniones de personas del mismo sexo, en marzo de 2021. En primer lugar, amplía el discernimiento más allá de las parejas homosexuales para referirse a las «parejas en situación irregular». También matiza el alcance del principio de que «no bendice ni puede bendecir el pecado: bendice al hombre pecador». La nota explicativa traducía esto en la posibilidad de bendecir a la persona de manera individual pero no a la pareja; mientras que esta declaración sí lo contempla. Porque, por último, no valora igual el riesgo de confusión con una celebración matrimonial, si se tienen presentes las precauciones necesarias. Como toda cuestión delicada, esta declaración requiere de un tiempo para la lectura personal del texto, un diálogo con la realidad de nuestras comunidades y una prudencia en su recepción y aplicación.

Su subtítulo, «sobre el sentido pastoral de las bendiciones», señala dos términos decisivos: «bendiciones» y «pastoral». Para su comprensión, es recomendable comenzar la lectura en la sección de los puntos 14 al 30, donde se encontrará una hermosa reflexión bíblica y pastoral sobre la práctica de las bendiciones; ocasión para ahondar en el significado de tantos gestos cotidianos en los que la empleamos de una manera más o menos consciente y formada. Se describen en ellos dos dimensiones: una «ascendente», que recoge la necesidad de alabar a Dios por su presencia en todo lo creado y en la vida cotidiana. La otra, «descendente», señala la confianza en los bienes que puede recibir del Padre por medio del Espíritu. El documento señala a Cristo como la figura en quien estas dos dimensiones se conjugan señalando el sentido de su ministerio (n. 18).

La declaración sitúa estas expresiones de fe en el ámbito de los sacramentales. Esto implica que no se requieren «para una simple bendición las mismas condiciones morales que se piden para la recepción de los sacramentos» (n. 12). Con todo, se señala que se hará «no permitiendo ningún tipo de rito litúrgico o bendición similar a un rito litúrgico que pueda causar confusión» (presentación), lo que resulta ser una de las preocupaciones de la declaración. Es costumbre en nuestras comunidades la bendición de objetos, viviendas… en un sentido de gratitud a Dios —sentido ascendente—; también de animales, se comprende que en un sentido descendente, por lo que el Espíritu puede confortarnos a través de ellos. Pero, particularmente, bendecimos a personas. Lo hacemos en el ámbito de la Iglesia doméstica: en los gestos de unos abuelos, de unos padres, en las comidas cotidianas y cada vez que hacemos la señal de la cruz. Lo hacemos en las celebraciones litúrgicas de la comunidad, en las celebraciones de la Palabra y en el rezo de la liturgia de las horas. Y lo hace la Iglesia universal, en la bendición urbi et orbe.

La segunda clave, pastoral, se señala en numerosas ocasiones en la declaración. El texto medita sobre el posible uso de estas herramientas en el acompañamiento de «parejas en situaciones irregulares». Desde la perspectiva «ascendente», el documento señala que la petición de una bendición, con independencia del grado de conocimiento sobre su significado y con independencia de la situación moral o de su vínculo con la Iglesia, presupone una expresión de fe que puede ser «una semilla del Espíritu Santo que hay que cuidar, no obstaculizar» (n. 33). Se presupone una gradualidad en el uso de estas bendiciones en función de la cercanía de las personas y el recorrido previo de un itinerario de fe.

Desde una clave «descendente» el documento afirma que bendecir no es aprobar, sino poner en manos de Dios a las personas y sus circunstancias: «No pretenden la legitimidad de su propio estatus, sino que ruegan que todo lo que hay de verdadero, bueno y humanamente válido en sus vidas y relaciones, sea investido, santificado y elevado por la presencia del Espíritu Santo» (n. 31). Así, la bendición final, al término de una Eucaristía, no supone la ratificación de las vivencias de todos los fieles. Ni de aquellos que en conciencia no comulgaron, ni de los que con conciencia verdadera o equívoca sí lo hicieron. Pero sí ponerlos en manos de Dios. Solo la delicadeza espiritual nos permitirá ceñirnos a las sugerencias que la declaración ofrece y proponerla como herramienta pastoral para el crecimiento de nuestras comunidades.