Belleza y riesgos de los primeros pintores de la materia
El Museo del Prado ha inaugurado In lapide depictum, una pequeña pero lograda exposición de pintura italiana sobre piedra del 1530 al 1555, que podrá visitarse hasta agosto. Bella, curiosa y de una didáctica sin estridencias, la muestra reúne escultura del mundo clásico y óleos sobre pizarra o pintura en mármol firmada por algunos de los artistas italianos imprescindibles de las primeras décadas del siglo XVI. De Tiziano y Sebastiano del Piombo a Daniele da Volterra y el taller de los Bassano
Queriendo demostrar los riesgos que asumieron y la lucidez con la que trabajaron los renacentistas «para medirse con los mármoles antiguos», la exposición In lapide depictum saca a la luz piezas clásicas de materiales nobles. Del mármol, por ejemplo, se destaca lo bien que acepta los pigmentos, y que por ello en Grecia y Roma se asoció con la piel de los dioses y en el Renacimiento se convirtió en protagonista de una cuestión vital para los artistas del momento: la relación arte-naturaleza.
En otras palabras, las piedras desvelaron las preocupaciones de los creadores. ¿Debe el arte, entre otras cosas, imitar la naturaleza? Los maestros italianos estaban convencidos de que sí, y por eso pintaban observando el material y tratando de reproducir sus talentos naturales. También los teóricos del arte como Plinio, que dejó escrito que, para crear, había que mirar el mundo como a través de otra piedra, el lapis specularis. Un yeso selenítico presente en esta exposición, cuyo filtro daría a las figuras un aspecto evanescente, sensual y a la vez realista. Y una metáfora gráfica como todas y hermosa como solo algunas, la de Plinio.
Entre las obras antiguas que componen la exposición, destaca un mármol en el que se representó, entre el 20 a. C. y el 37 d. C., el mito de Teseo y el Centauro. En él se observa con claridad la elegancia del contraste entre la pincelada roja y los brillos inherentes al mármol blanco. Una escena llena de seres, ya que esos brillos parecen caer entre las figuras como si estuvieran dentro de una bola de nieve de cristal. O como la purpurina que en el siglo pasado Warhol incluía en muchos de sus cuadros.
Frente al mármol antiguo, llama la atención el Ecce Homo de Tiziano. Admirador de los clásicos, el pintor de Carlos V deja parte del material al descubierto, y el negro de la pizarra se convierte en el fondo idóneo para una figura cuyo gesto también es negro: la vista hacia abajo del Hijo de Dios, que no va a salvarse de morir como los hombres. La muestra también exhibe una Dolorosa de Tiziano, de nuevo sobre pizarra. De ambas obras se sabe que Carlos V (tan devoto como amante del arte que su imperio producía) las conservó en su haber durante toda la vida.
Por otro lado, y antes de acabar con oscuros retratos y escenas religiosas en los talleres de Volterra y los Bassano, la parte de la exposición dedicada a Sebastiano del Piombo le reconoce su faceta de pionero. Del Piombo sería el primero en experimentar con planchas de piedra (se fijó en dibujos de su amigo Miguel Ángel para representar sobre pizarra una Piedad) y de los primeros en considerar necesaria la figura –tan moderna– del correo de arte, el acompañante de obras delicadas en su viaje. Así lo descubre en la exposición una carta de su cliente Ferrante Gongaza, que demanda que la Piedad ha de desplazarse de Italia a España «acompañada por alguien que entienda que las cosas podrían ir mal y que el frate [Sebastiano] se desespera si se manda sin compañía».
En In lapide depictum coexisten, en definitiva, sin emitir demasiado ruido la reverencia al mundo clásico y los primeros gestos de los artistas modernos que se reconocieron algo más que artesanos o imitadores. Su entusiasmo frente al mármol que ya nace dibujado y las pizarras que se transforman en personas con dimensiones, expresión e historia por voluntad del pintor. Creación entre naturaleza y mito. Porque, al fin y al cabo, de las piedras nace todo lo mítico y sagrado, y esas mismas piedras, a veces, no son más ni menos que los fósiles de antiguos seres vivos.
Que todo está enlazado, el arte y la vida, la representación y el mundo real, lo viejo y lo moderno. Y por eso los artistas del S. XVI, comprometidos con el ejemplo de los antiguos, innovaron explorando las posibilidades de la materia, como en las vanguardias del siglo pasado. Todo está enlazado, y el arte siempre dispuesto a acoger la belleza y el riesgo de las contradicciones.