Belén argelino - Alfa y Omega

En Argel ya son seis los años en los que la pequeña comunidad de católicos monta el belén y decora la basílica. Para muchos de ellos es la única ocasión de contribuir (por muy discretamente que sea) a la vida de la Iglesia, pues el resto del tiempo, en lo referente a su fe cristiana, deben pasar desapercibidos en sus familias, lugares de trabajo, vecindario, etc.

Para ellos la existencia de este belén, que todo el mundo puede visitar, es un signo de libertad y de tolerancia: en esta sociedad existe una parcela (por pequeñita que sea) donde la alteridad tiene cabida.

Y todos ellos, mientras colocan pastorcillos, ovejas, montañas de cartón y luces, cuentan en qué librería han visto que vendían gorritos de Papá Noel; si en el aeropuerto hay o no, como otros años, algo que se parece a un abeto decorado, o si los chinos venden espumillón y guirnaldas de luces. Curiosamente, para nuestros feligreses todo eso no es signo de la mercantilización de la Navidad, sino más bien indicios de una posible coexistencia. Están convencidos de que si un día desapareciera, por causa de la presión popular o por ley, la vida sería mucho más dura para ellos y para todos los que son minoría aquí.

Para cuando lean estas líneas la polémica sobre los belenes y los adornos de Navidad habrá pasado en España. Pero la realidad de fondo sigue siendo actual allí y aquí: una sociedad que respeta las creencias de las minorías está proclamando que la conciencia es sagrada y que existe una base común para vivir en armonía aceptando las legítimas particularidades. Cuando una alteridad no puede manifestarse pública y pacíficamente se está sembrando discriminación, persecución, odio, opresión y desprecio. Y está mundialmente comprobado que cuando en un lugar las libertades y creencias religiosas no se respetan, las otras libertades terminan por verse afectadas. Por eso es bueno que siga habiendo un belén en Argel… y en más lugares, para seguir proclamando «paz en la tierra a los hombres de buena voluntad».