Banderas y mascarillas
La guerra cultural está servida. Pura dialéctica sin esperanza. Mientras, los hosteleros se arruinan y los hospitales se llenan
Las elecciones catalanas llevan años siendo una especie de laboratorio en el que se mezclan ingredientes de lo más diversos y siempre con resultados frustrantes. Tras la caída del pujolismo y la posterior fragmentación de su espacio político, una vez que Artur Mas decidió afrontar la crisis económica envolviéndose en la bandera del independentismo, Cataluña arrancó una nueva era dominada por la irracionalidad. Y, como suele ocurrir, en esas aguas turbulentas los excitadores y excitados convergieron en una década ominosa. Que aún no ha acabado. De hecho, la irrupción de VOX ha terminado de poner patas arriba el tablero. Todo con una pandemia mundial que, en las actuales circunstancias, casi parece un modesto apunte a pie de página. Desde su nacimiento, VOX apareció en la escena política como el agente que decía todo aquello que buena parte de los votantes del PP pensaban y que sus líderes no se atrevían a decir. Sin embargo, aunque la actual dirección popular ya se ha encargado de desmontar ese mito, su esencia sigue operando. VOX se envuelve en los valores presuntamente abandonados por PP y Ciudadanos para erigirse en el único voto útil para quien quiera poner coto al guirigay independentista. El problema es que, tras años de complacencia, en Cataluña el orden legal es una aproximación. Los jóvenes que llevan años apretando desde las calles, que se esconden en pasamontañas, siglas diversas y, ahora, mascarillas mal puestas, han encontrado en los actos públicos de VOX la horma de su zapato. Las agresiones que los dirigentes del partido de Abascal están sufriendo, como el pasado fin de semana en Vic, son intolerables. No hay justificación posible. Algunos dirán que, desde el punto de vista de su estrategia política, les conviene. Ni aunque eso fuera cierto. Cualquier partido político tiene derecho a expresar sus ideas en cualquier pueblo o ciudad. También en esa Vic que nos recuerda a cualquier barrio. En la imagen, tan desordenada como simbólica, una bandera imposible compite con la normalidad de la ropa tendida y las bolsas de la compra. Nadie sabe muy bien quién ha ido a protestar y quién a por cuarto y mitad de butifarra. O de cuscús. Un tipo que acaba de colgar el peto amarillo de la obra en la ventana se aparta de la escena. Al fondo, los jóvenes comprometidos con la causa más frustrante que pueda recordarse desenfundan el móvil y aprietan el gatillo. Y detrás del policía, al lado de nuestra mirada, los dirigentes de VOX, a quienes no vemos, pero podemos imaginar, también con sus móviles a punto. La guerra cultural está servida. Pura dialéctica sin esperanza. Mientras, los hosteleros se arruinan y los hospitales se llenan. Los vecinos se orillan, las familias se rompen, la vida se sigue poniendo entre paréntesis, a la espera de que la razón vuelva a ocupar el espacio en el debate público. En eso consiste la política, en recuperar la palabra para encontrar a los distintos y darse la oportunidad de descubrir que no lo son tanto. Ni siquiera en esta Cataluña.