Bajo con ellos a Nazaret y siguió bajo su autoridad
Martes. San José, esposo de la Bienaventurada Virgen María, solemnidad / Lucas 2, 41-51a
Evangelio: Lucas 2, 41-51a
Los padres de Jesús solían ir cada año a Jerusalén por las fiestas de Pascua.
Cuando Jesús cumplió doce años, subieron a la fiesta según la costumbre y, cuando terminó, se volvieron; pero el niño Jesús se quedó en Jerusalén, sin que lo supieran sus padres.
Éstos, creyendo que estaba en la caravana, hicieron una jornada y se pusieron a buscarlo entre los parientes y conocidos; al no encontrarlo, se volvieron a Jerusalén en su busca.
A los tres días, lo encontraron en el templo, sentado en medio de los maestros, escuchándolos y haciéndoles preguntas; todos los que le oían quedaban asombrados de su talento y de las respuestas que daba.
Al verlo, se quedaron atónitos, y le dijo su madre:
—«Hijo, ¿por qué nos has tratado así? Mira que tu padre y yo te buscábamos angustiados».
Él les contesto:
—«¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en la casa de mi Padre?».
Pero ellos no comprendieron lo que quería decir.
Él bajó con ellos a Nazaret y siguió bajo su autoridad.
Comentario
Jesús tenía en José alguien en quien comprenderse a sí mismo, su identidad y su misión: «tú le pondrás por nombre Jesús» (Mt 1, 21), le había dicho el ángel en sueños a José. En José descubría humanamente quién era, su nombre. La paternidad de Dios se iba a manifestar en la conciencia humana de Jesús a través de la paternidad humana de José: «Yo seré para él un padre y él será para mí un hijo» (2 Sam 7, 14; 1ª L); esta frase la pronunciaron José y Dios simultáneamente.
Pero para ello era necesario que José descubriese el misterio en la vida de Jesús. Todo padre verdadero se sobrecoge ante la vida de su hijo. Descubre su origen más allá de su aportación biológica y afectiva. Ser padre consiste en revelar la identidad personal y única del hijo, precisamente al descubrirla: «¿No sabíais que yo debía estar en las cosas de mi Padre?». José descubría a Jesús cuando le buscaba «en las cosas» de Dios. Revelar la identidad del hijo depende de descubrir su origen único en Dios, su identidad eterna.
Esto es así en Dios, cuyo Hijo es coeterno. Pero también en los hombres: el padre humano descubre el origen de su hijo más allá de sí mismo, en Dios desde toda la eternidad. El padre humano cumple su misión paternal cuando revela con su mirada asombrada la identidad coeterna de su hijo: ambos han sido pensados por Dios antes de ser creados, cuando descubre que el amor que tiene por su hijo le sobrepasa, le precede y le sucede; el padre ama al hijo como desde siempre, desde toda la eternidad y para toda la eternidad. Su relación es coeterna en el pensamiento divino.
De ahí que los animales no sean padres, sólo son progenitores. En ellos sólo hay sucesión biológica: la cría ocupará el lugar del progenitor, que queda superado, atrás en el tiempo. En los seres humanos hay sucesión biológica, pero la relación permanece de manera insuperable. Porque el hijo solo es alguien, un yo con una identidad, en la relación con el padre. Aún después de la muerte del padre, su testimonio permanece indeleble en la fondo del corazón del hijo. Por eso mismo José sigue siendo padre de todos los hijos de Dios, y especialmente de los que tienen encargada la misión de ser padres: «Te he constituido padre de muchos pueblos» (Rm 4, 17; 2ª L).