Ay, Jean-Luc
Godard fue capaz de reconocer y recrear la belleza, que salvará al mundo, como dijo Dostoievski. Eso es lo que me espanta: que un hombre que ha sabido contemplar termine sus días asumiendo que sobra, que ya no sirve
Hay una canción de Els Amics de les Arts que trata de un hípster que se va a dormir a casa de una desconocida después de un ciclo de cine francés con intención de algo más. Pero ella le da las buenas noches y lo deja tumbado en una habitación, mirando la pared, desde donde le observa, impertérrito, un póster de Jean-Luc Godard. El estribillo reproduce la conversación del triunfador frustrado con el padre de la nouvelle vague: «Ai, Jean-Luc, ai, Jean-Luc, vull entendre-ho, però no puc» [«Ay, Jean-Luc, ay, Jean-Luc, quiero entenderlo pero no puedo»]. Llevo varios días repitiéndome esa frase cómica con un sentido trágico.
Me hubiera gustado mucho entrevistar a Godard alguna vez. No conozco bien su vida ni su obra, pero me apasionan muchos de los temas que los escritores de obituarios le atribuyen. Dicen que dijo que el cine consiste en «mostrar y mostrarme a mí mismo mostrando». Que la primera obra que quiso rodar, y no pudo, fue una adaptación de El mito de Sísifo de Camus, esa que empieza con el célebre «el suicidio es el único problema filosófico relevante». De la pregunta del existencialista penden otras que quizá son la misma, pero vista desde otro lado: ¿Para qué estoy en el mundo? ¿Quién soy yo? Godard ha respondido, supongo. Se suicidó en Suiza el 13 de septiembre, a los 91 años, asistido por su familia y por una asociación que ayuda a la gente a matarse.
El corazón humano es un territorio vasto y enrevesado, en el que coexisten playas de septiembre y ciénagas habitadas por bestias sin nombre. Y lo peor es que uno no sabe nunca con seguridad cuál de esos terrenos pisa. Godard no fue un hombre moralmente irreprochable, pero los católicos sabemos que eso no es lo definitivo. En cambio, fue capaz de reconocer y recrear la belleza, que salvará al mundo, como dijo Dostoievski. Eso es lo que me espanta: que un hombre que ha sabido contemplar termine sus días asumiendo que sobra, que ya no sirve. Y se me revuelven las tripas al pensar que su familia se ha plantado a su lado para darle ánimos en ese último trance.
El mal, ya lo sabemos, no tiene entidad propia. No es nada. Es, sencillamente, el no-bien, su ausencia, del mismo modo que a la falta de luz la llamamos oscuridad. El suicidio, en cualquiera de sus formas —también en esta tan compasiva en la intención de sus perpetradores— es malo. Es decir, señala una ausencia. La del sentido, si quieren tomar el término de Frankl. Es una derrota, se mire por donde se mire. Quienes piensan en quitarse la vida no necesitan argumentos. Los conocen. Los han analizado una y otra vez con obsesiva minuciosidad. Lo que necesitan es algo bueno y bello en su vida: un horizonte. Se puede encontrar incluso en medio del sufrimiento —a veces precisamente a través del sufrimiento—, pero esto son teologías más avanzadas.
Descansa en paz, Godard, de corazón. Ay, Jean-Luc. Vull entendre-ho, però no puc.