Personas que sufren mucho. Mucho. Estaba en animada conversación con dos personas que se definían como ateas, cuando abordamos algunos asuntos típicos de estas conversaciones: el evolucionismo biológico, los criterios científicos para determinar la verdad, etc. Superada la barrera entre lo que son teorías e hipótesis, más enconada de lo que podría parecer, sobre todo al pedirles que me indicaran dónde se fundamentaba, por ejemplo, el salto interespecies (por lo fácil: «Explicadme dónde se demuestra sin ningún género de duda que el hombre procede del mono») y cosas así, entramos en el meollo del asunto.
«Mirad», les dije, «hay, simplificando mucho, tres tipos de acceso al conocimiento: el deductivo (lo que puedes comprobar después de repetir un experimento); el que procede de la capacidad de abstracción (que sirve, en no pocos casos, para entendernos, aunque tiene sus cosas: por ejemplo, no existen las personas, sino personas concretas, o sea tú o yo); y el testimonial, dicho a lo bestia, porque te lo han contado». Estuvimos de acuerdo en el modelo. Entonces llegó lo bueno: más del 80 % de lo que sabemos, asumimos como cierto, o sea, que nos creemos, proviene del testimonio de otros. Por ejemplo, creemos que el hombre ha llegado a la Luna porque nos lo han contado, pero ninguno de los tres ha estado allí para comprobarlo; o que existe la Antártida porque nos lo han dicho en un reportaje de la televisión, pero ninguno de los tres ha viajado allí para contrastarlo.
«No es lo mismo, Jaime». ¿Por qué no? Es más, me fío más de la fuente de los testimonios que me llevan a creer en Dios que de las que me cuentan la llegada del hombre a la Luna. La conversación se iba convirtiendo en discusión y entrando en bucle, hasta que uno de ellos dijo: «Es que se me hace muy duro pensar y asumir que hay algo superior de quién dependo». «Alguien», le contesté, «Alguien». A «algo» no se lo puede adorar, alabar ni dar gracias. A «Alguien personal» sí. Y los testimonios de su bondad lo avalan.