Así empezó el incendio
Estas llamas son una advertencia. Debemos devolver a las palabras su poder creador, su capacidad de sanar y elevar a la persona. Hemos de emplearlas para restablecer el derecho y afirmar la justicia
Barcelona sufre el azote de los bárbaros. Lo padece cada cierto tiempo desde hace años. Los pretextos son muy diversos, pero todos comparten la violencia, el odio y la exclusión del otro. En esta ocasión, los encapuchados dicen defender la libertad de expresión, pero en realidad anhelan la libertad de agresión. Toda la modernidad está atravesada por esa tragedia de un ser humano que reivindica la libertad y termina empleándola para destruirlo todo a su alrededor.
Hay un señor que se ha sentado tranquilamente a tomarse lo que parece una cerveza. No se sabe si ha participado en los estragos o si es un mero espectador que aprovecha el momento. Siempre hay quien se sienta a contemplar cómo arde todo. Los incendiarios creen que las llamas no los alcanzarán. También puede verse la tragedia de la modernidad desde esa perspectiva: el terrorista que cree que se salvará de su propia bomba, el asesino que confía en quedar impune, el dictador que pretende salvar a la humanidad matando seres humanos. Esta pira de sillas y mesas simboliza, de algún modo, nuestro tiempo.
Estamos presenciando los efectos de décadas de adoctrinamiento en el odio. Algunos contemplan sorprendidos lo que el rencor y el resentimiento inoculados durante años han terminado produciendo.
Sin embargo, este incendio comenzó hace mucho tiempo. Lo inició el abandono del Bien, la Verdad y la Belleza. Lo desató el olvido de la realidad y la naturaleza. Empezó con un adanismo que pretendía construir un hombre nuevo sobre las cenizas de su historia. Las idolatrías de la modernidad –la raza, la nación, la clase– sustituyeron al único Dios verdadero. Reemplazaron al Señor de la vida por banderas y consignas que no invitaban al amor ordenado de la patria, sino al homicidio, al sometimiento y al odio. Traicionaron al arte. Corrompieron la música y la danza. Envenenaron la poesía. Oscurecieron el cine y el teatro. Quebraron la arquitectura. Nublaron la fotografía. Dinamitaron la escultura. Hurtaron el sentido a las palabras y las deformaron hasta convertirlas en hachas de guerra. Mataron a la literatura.
En su visita a Auschwitz en 2006, Benedicto XVI resumió lo que los nazis hicieron con Alemania, que sirve como ejemplo de lo que las tiranías hacen allí donde se imponen: «Un grupo de criminales alcanzó el poder mediante promesas mentirosas, en nombre de perspectivas de grandeza, de recuperación del honor de la nación y de su importancia, con previsiones de bienestar, y también con la fuerza del terror y de la intimidación; así, usaron y abusaron de nuestro pueblo como instrumento de su frenesí de destrucción y dominio».
Estas llamas son una advertencia. Debemos devolver a las palabras su poder creador, su capacidad de sanar y elevar a la persona. Hemos de emplearlas para restablecer el derecho y afirmar la justicia. Nos tienen que servir para volver el rostro al Dios de la misericordia. Tenemos que romper esta espiral de odio, violencia y adoctrinamiento nacionalista. La única alternativa a un corazón de piedra es un corazón de carne.