Yo no soy ningún experto en política internacional, pero la actual situación en Siria me da muy mala espina, por no decir que me asusta bastante. Los detalles de lo que está pasando -y de lo que están pasando los sirios- los tiene usted en este mismo semanario, así que se los ahorro. Porque a mí, lo que me ha dado la medida de la enorme gravedad que tiene la crisis siria, ni han sido las similitudes con los Balcanes antes de la Guerra Mundial, ni esos informes de Estados Unidos que aportan conclusiones, pero no pruebas, ni tampoco las declaraciones de esos líderes que acostumbran a ejecutar una política internacional de escuadra y cartabón, como los Presidentes Obama y Hollande (aunque estos prefieran la escuadra y el compás). Si algo me ha hecho darme cuenta de que en Siria se está cociendo un conflicto cuyas consecuencias pueden ser terribles, ha sido el extraordinario e histórico llamamiento del Papa a una jornada de oración y ayuno «por la paz en Siria, en Oriente Medio y en el mundo entero», el próximo día 7, Víspera de la Natividad de la Virgen.
¡Pues vaya cosa! ¿Qué puede arreglar en Siria el que pase yo hambre en Madrid, en Murcia o en Quito? ¡Y como si un padrenuestro pudiese hacer cambiar de idea a Obama, o a los de Al Qaeda, que ni siquiera son cristianos!, dirá más de uno. Y yo, que autoridad no tengo más que sobre mi hijo, respondo con las palabras que Pío XII escribió en la encíclica Mystici Corporis, o sea, con la autoridad del magisterio de la Iglesia: «¡Misterio verdaderamente tremendo y que jamás se meditará bastante, el que la salvación de muchos dependa de las oraciones y voluntarias mortificaciones de los miembros del Cuerpo Místico de Jesucristo, y de la cooperación entre pastores y fieles -singularmente los padres y madres de familia- que han de ofrecer a nuestro Divino Salvador». Se lo repito, porque es, permítame la expresión, flipante: la salvación -eterna y temporal- de muchos hombres y mujeres de hoy depende de su oración, de sus sacrificios y de su acción evangelizadora, en comunión con la Iglesia. De su oración, de sus sacrificios y de su adhesión a la Jerarquía. De los suyos de usted y de los míos de mí. Léalo de nuevo, porque decía el Papa que nunca se meditará bastante… ¿ya? Pues léalo otra vez. Y ahora, piense: porque su oración y su sacrificio sea pequeño y ridículo a ojos del mundo, ¿hasta eso le va a negar a Dios y a los hermanos de Siria? ¿Ni un rato de oración puede dedicar para pedir, para gritar, para llorarle al Padre por la paz en esta hora oscura, como llora mi hijo cuando quiere que vaya yo a su cuna por la noche? ¿Ni un café se va a quitar? ¿Ni una colaboración con la Jerarquía como, v. g., unirse al Papa el día 7?
Jesús enseñó a sus discípulos que ciertos demonios sólo se expulsan con la oración. No por la fuerza, ni con palabras; no con la guerra, ni con la diplomacia. Las rodillas son las grandes palancas del cristiano para mover el mundo. Un Avemaría bien rezado es más eficaz que una resolución de la ONU, y no digamos ya un Rosario o un rato ante el Santísimo; un ayuno ofrecido como capital de gracia a Dios tiene más repercusiones que un bloqueo naval. La oración y el ayuno del día 7 pueden ser el arma definitiva para la paz en Siria. Aunque le parezca poco, ¿hasta ese poco le va a negar a Dios y a los sirios?