De forma esporádica, una miniserie nos recuerda que la realidad suele ser muchísimo más interesante que la ficción; que no necesitamos grandes producciones para conmovernos ante una historia. Cary Grant, ese irredento galán que marcó una época en Hollywood, no nació en Wisconsin sino en Bristol. Y no nació llamándose Cary Grant, sino Archibald Leach, hijo de un padre abusivo y una madre que no se recuperó de la pérdida de su otro hijo, John, a muy temprana edad. No es la historia que nos imaginábamos todos tras el protagonista de Con la muerte en los talones, ¿verdad? La historia de un niño pobre que ve cómo su padre internó a su madre en una clínica mental para poder irse con su querida mientras dejaba al pequeño Archie a cargo de su abuela, diciéndole que su madre había fallecido. La serie Archie acierta en su fórmula de recorrer la historia del personaje con continuos flashbacks de distintas épocas: su infancia; sus pinitos en el circo, que le llevaron eventualmente a Nueva York; su primera oportunidad en el teatro; los primeros contratos de estrella; sus divorcios, en los que se adivina la profunda herida de su infancia; su constante deseo de ser amado, confundido frecuentemente con el deseo y el aplauso… Y el corazón de la historia, la relación a tres entre su madre, tras descubrir que sigue viva en una institución mental, y su cuarta esposa y madre de su única hija, Dyan Cannon. Una relación llena de heridas y complejos, pero humana a más no poder. Acercando la estrella, el personaje, al común de los mortales. Desnudando a Cary para mostrarnos a Archie. Mostrando lo más oscuro del personaje y su historia… para exultar con su redención, con su descubrimiento de lo que verdaderamente merece la pena en este mundo. El amor sincero e incondicional de una hija y el de su última mujer, ya lejos del estruendo del aplauso que tantas vidas malogró. Una serie para descubrir que las mejores historias están muchas veces ocultas ante nuestros ojos y descubrirlas es un privilegio y un gozo.