Ha muerto Aquilino Duque. Fue, como él había escrito más de 60 años antes, «cualquier día de fines de verano», el 18 de septiembre. Era sábado, y no es casualidad, pues en otro de los poemas de su juventud ya se preguntaba: «¿Tendré algún día, eterno y ancho / tarde del sábado, tu lecho / para el descanso y la esperanza / de mi domingo verdadero?». A los que le queríamos y admirábamos —a los que le conocíamos— nos queda como consuelo su obra y, particularmente, su poesía. En los días que han transcurrido desde su partida han cobrado nuevos significados, más amplios, más profundos, esos versos suyos que leemos hace años.
A los que no le conocieron les queda el mismo tesoro: su obra amena y vastísima, ya que tocó casi todos los palos: novela, ensayo, crítica literaria… y su poesía. En la breve entrevista que concedió a Yanire Guillén, en la que se definía como «un hombre feliz» —¡quién pudiera decir lo mismo a los 90 años!— respondía a la pregunta de para cuándo unas memorias citando la multitud de títulos de sus obras que son autobiográficas, «por no hablar de muchas de mis novelas, en las que asomo como el maestro Hitchcock en sus películas». También —quizá más todavía— en su poesía: ¡Ese comienzo arrebatador de «A. D. 1931»!: «Yo nací, respetadme, con el cine sonoro / y ahora, francamente, prefiero el cine mudo. / Las palabras estorban y el silencio es de oro / y si llega la noche que me encuentre desnudo»; o el final de «Chácharas»: «Un solitario a quien la vida / le ha dado más de lo que se merece».Si algo caracteriza a Aquilino en mi recuerdo es esa «asombrada alegría de estar vivo», como titula Vidal Arranz el artículo que dedica a su memoria. Por él me entero de que dos hijas de los cinco que tuvo Aquilino son monjas, y cobra mayor resonancia otro poema suyo, recogido en su último poemario, Fuegos y juegos: «A una reina de la poesía de Puerto Real que se hizo monja»: «También a escoger tú vienes / por amor la mejor parte. / Poco nos queda que darte / ahora que todo lo tienes».
Profundamente religioso, entrañablemente humano, gran poeta y gran señor, sirvan estas letras de humilde homenaje al autor del que tanto aprendí y con quien tanto disfruté. «No escribe Dios los nombres en el agua»; descanse en paz Aquilino, y que el Señor en quien creyó y esperó toda su vida le tenga ya con Él, que es toda la gloria.