Alguien me preguntó hace unos días de qué me sentía orgulloso y de qué no, pero yo daría un tono distinto a la pregunta: «¿Qué te hace sentir feliz en tu vida misionera y que aspecto no te ha hecho sentir completamente feliz?».
Primero: me siento feliz y orgulloso de mi vocación salesiana, sacerdotal y misionera. Me ha convertido en ciudadano del mundo y me ha regalado un corazón abierto a la universalidad. Mi triple vocación me ha ayudado a abrazar al pobre y al marginado, a los chicos y chicas más vulnerables, amándolos y ayudándolos a sentirse queridos como hacía Don Bosco. Me siento feliz de saber que el Espíritu Santo me ha guiado siempre invitándome a renunciar a «calcularlo y controlarlo todo» (EG 280).
Me siento feliz de ver que el sueño de Don Bosco se va haciendo realidad en esta tierra de misión con la expansión del carisma salesiano, el florecer de vocaciones específicas y el surgir de tantos santos «de la puerta de al lado», sobre todo niños y jóvenes (GE 6). Me siento feliz y orgulloso al ver a tantos chicos y chicas que salen del infierno de la calle y vuelven a sonreír porque, gracias a la educación salesiana y al sistema preventivo de Don Bosco, sueñan con ser útiles a los demás.
Segundo: sí, hay algo que no me hace sentir ni orgulloso ni feliz, y es el hecho de no haber escuchado más a los jóvenes en las diferentes culturas en las que he vivido. Cuántas veces he pensado que sabía todo y que lo esencial era hacer cosas. He olvidado que «todo es gracia» (1Cor 4,7) y que la mejor escuela de vida misionera es el pueblo, su historia, su cultura, sus alegrías y sus desafíos; que los planes pastorales no se arman con especialistas alrededor de una mesa, sino en las calles, allí donde la gente y los jóvenes viven al límite y luchan diariamente.
«Don Bosco aprendió a ver la realidad con los ojos de Dios», dijo el Papa Francisco a los jóvenes en Panamá. ¿No estará ahí justamente el secreto de nuestra misión y de una verdadera inculturación, no sólo en África sino también en Europa? Ver con los ojos de Dios y escuchar con sus oídos y amar con su corazón: ahí debería estar la clave de la felicidad y el orgullo de cualquier misionero.
Termino con una invitación: «Dejémonos conducir por el Espíritu» (Gal 5,25). Que Él nos ilumine, guíe, oriente e impulse donde Él quiera. «Él sabe bien lo que hace falta en cada época y en cada momento» (EG 280). Así llegaremos a ser misteriosamente fecundos donde Dios nos haya plantado.