Apología de la comunidad - Alfa y Omega

Es interesante hacer el ejercicio de imaginar una sociedad perfecta. Donde todo funcione como una máquina bien engrasada. Dios nos desterró del jardín y la prueba es el mundo. No hace falta más que llevar una vida común para darse cuenta de que más que un jardín frutal lo de ahí fuera es un desierto helado. Una sociedad dividida, crispada y enfrentada. Enfrentada por sexos, edades e incluso tribus sociales. Las diferencias —sean cualesquiera— han sembrado cizaña entre unos y otros. 

¿Cómo sería entonces una sociedad ideal? Sería un sitio donde esas diferencias no creen rencillas. Dónde hombres y mujeres se sientan iguales, igualmente amados. Donde los mayores y los pequeños no sientan un abismo entre ellos, podrían convivir como conviven dos engranajes en armonía. Donde por ejemplo sean amigos los adolescentes independientemente de que unos sean «los pijos» y otros «los canis». Donde el que lo necesita pide ayuda y el prójimo le atienda. Donde quién más tiene da al que más lo necesita.

Sólo he visto algo parecido a esto en un sitio. La comunidad parroquial. Hoy celebrábamos el patrón de mi parroquia y hemos pasado el día juntos, todos, desde por la mañana hasta por la noche. Cada uno aportaba cosas diferentes. Cada uno traía dones para compartir. Jugábamos y existía la complicidad perfecta entre niños, jóvenes, adultos y ancianos.

La comunidad parroquial es sin duda un oasis en medio del desierto. Ni si quiera la fe es un obstáculo. No todos los que había hoy eran si quiera creyentes. Existe un ambiente dentro de las iglesias en los barrios que saca las mejores relaciones entre personas. Los jóvenes heredan virtudes de los mayores y los mayores toman vitalidad de los jóvenes. Se aman unos a otros de manera fraternal. Como hijos del Altísimo.

Precisamente por esto soy tan defensor. En un mundo donde la estrategia política es la confrontación, el amor vence. Y esa victoria se ubica en los salones parroquiales. «No hay más que ver cómo se miran».