Os escribo, con verdadera alegría, para recordaros que el 9 de abril de este mismo año 2018 –dentro de unos días– iniciaremos el Año Jubilar que celebraremos, con motivo del VI Centenario de la muerte de nuestro gran santo valenciano: san Vicente Ferrer, acaecida en Vannes (Francia) el 5 de abril de 1419. Os invito a todos a la celebración de la Eucaristía que tendrá lugar el día 9 de abril a las 10.30 h. de la mañana en la Catedral como apertura diocesana de este Año Jubilar. Al mismo tiempo, en la misma hora, en las diversas iglesias o templos designados y publicados, en los que se podrá ganar el Jubileo por ser lugares vicentinos se celebrará igualmente la Eucaristía como acto de apertura.
Ya la Comisión interdiocesana designada al efecto ha preparado y planificado los actos que tendrán lugar a lo largo del Año Jubilar. Ahora nos toca a nosotros prepararnos y disponer nuestro ánimo para que este año sea fecundo. Hemos de preparar la celebración de esta efemérides tan gozosa y grata para toda la diócesis, de la que nuestro san Vicente es una de sus glorias más señeras. De alguna manera estos actos ya han comenzado, puesto que, como sabéis, estos días atrás, dentro del sexto Centenario, han estado con nosotros el obispo de Vannes y una representación de aquella diócesis donde murió san Vicente Ferrer y reposan los restos de nuestro santo.
Con el ánimo de que nos dispongamos a esta celebración hago las siguientes reflexiones. Sin duda, san Vicente Ferrer, es uno de los santos que consideramos más nuestros, más valencianos, más arraigados en las costumbres y tradiciones valencianas; siempre tan vivo en la memoria y piedad popular, es el santo que ha dejado una huella más profunda en nuestra historia y en la vida valenciana; son muchos los pueblos que conservan el recuerdo vivo de su paso, de su predicación, de sus milagros y no pocas las instituciones que llevan su nombre perpetuando su legado.
En san Vicente Ferrer, tenemos a ese santo, a ese hombre nuevo, a ese evangelizador, que, en su época, llevó a cabo una obra de evangelización tan grande y transformadora como ahora la necesitamos. Fue ante todo un evangelizador, un trabajador incansable en el anuncio del Evangelio, en la obra evangelizadora de la Iglesia, a tiempo y a destiempo: fue, como san Pablo, un hombre de fe profunda a quien el amor de Cristo le apremiaba y, por eso, no podía dejar de evangelizar; lo vemos por todas las partes evangelizando. Como pocos impulsó y llevó a cabo la renovación de la humanidad en la Europa de su siglo, predicando el Evangelio, con signos y milagros que le acompañaban, sobre todo con el testimonio de la caridad a favor de los más pobres. Lo vemos en su iconografía con su dedo índice en alto apuntando al cielo, a Dios, con los evangelios en la otra mano, esto es, al servicio de la difusión del Evangelio, que supo hacer llegar al corazón de las gentes con un lenguaje sencillo, con verdadero ardor que penetraba el corazón del pueblo anhelante de la alegría del Evangelio en un momento de incertidumbre, de cuarteamiento de principios, de relativismo y de relajación de costumbres. El que habría recibido en una visión el encargo de Jesucristo de evangelizar el mundo y se presentaba como legado a latere Christi, fue un apóstol gigantesco de la cristiandad europea y contribuyó decisivamente a la reconstrucción europea de aquel entonces a partir del Evangelio de la caridad, de la alegría, de la paz. Para nosotros, que sentimos la urgencia y la necesidad de una nueva evangelización de nuestras viejas tierras europeas de cristiandad y de reconstrucción humana y cristiana del viejo continente, San Vicente puede constituir un punto de referencia, un estímulo constante para llevar a cabo la misión que él llevó, y que desde el Concilio hasta nuestros días tanto nos está urgiendo el Señor. Apremia evangelizar. Es la hora de Dios, la hora de una esperanza que no defrauda: un clamor grande se escucha de todas las partes que nos está pidiendo el Evangelio de la alegría y de la paz.
San Vicente Ferrer, hoy, es un estímulo y un acicate para no callar y ofrecer a todos la riqueza de la Iglesia que no es otra que Jesucristo en quien tenemos todo el amor y la misericordia que necesitamos para vivir de otra manera, construyendo una sociedad nueva, una nueva Europa, una nueva España y una nueva Valencia, hechas de hombres y mujeres nuevos con la novedad del Evangelio, que es el SÍ más grande e incondicional de Dios al hombre, a todo hombre y mujer, y la realización plena y perfecta del nuevo arte de vivir que Él nos enseñó.
La paz, en estos momentos, es frágil y quebradiza: Oriente Medio y otros tantos lugares nos están clamando por la paz. Aquí también tenemos el gran signo y la gran luz de san Vicente Ferrer. Porque él fue un mensajero infatigable de la paz, anunció y trabajó por las paz: es bienaventurado porque fue trabajador y promotor incansable de la paz, constructor auténtico de paz. Construir la paz es también una de las grandes tareas en nuestro tiempo de la Iglesia, que comparte los gozos y las esperanzas, las angustias y las tristezas de hoy, y se ve profundamente implicada en la edificación de la paz, tarea que, además, corresponde a su misión en el mundo. Todos nosotros debemos sentir nuestra parte de responsabilidad en promover la paz; como hombres nuevos con la novedad del Bautismo tenemos la vocación a ser constructores de la paz, como hombres llamados a seguir a Cristo por el camino por Él trazado de las bienaventuranzas –retrato de Jesús y del hombre nuevo–. También aquí en España y desde España tenemos que trabajar por la paz, una España, no aislable del mundo y de sus tensiones y amenazas como el terrorismo o el narco, y que, además, atraviesa y se halla inmersa en un proceso de cambio, en una situación difícil, que algunos querrían ver agravada en su contradicción interna, en la que Dios quiera que no se produzcan tensiones y violencia como en momentos no lejanos. También para ello y en este punto San Vicente Ferrer es un buen guía y un admirable ejemplo a seguir y ante quien interceder. Por esto, ¿qué nos diría hoy, qué nos dice hoy, san Vicente Ferrer? Seguro que nos diría, que nos gritaría una y mil veces, hasta que nuestra sordera se disipase: “Dichosos los que trabajan por la paz y la concordia”. Porque, como andamos, reconozcámoslo, no podemos ser dichosos, felices, y eso, sin duda, por falta de concordia. Construir la paz es tarea permanente y apremiante siempre de la Iglesia, de todos, también hoy: lo vemos cuánto apremia en un mundo tan violento, tan descalificador de los demás, tan excluyente, tan cerrado en sus egoísmos y opiniones particulares como el que vivimos. La Iglesia, los creyentes cristianos, no lo olvidemos, tenemos una gran responsabilidad que no podemos soslayar: decir a todos, como San Vicente, que necesitamos volver a Dios, convertirnos a Él, porque sin Dios, no es posible la convivencia, la paz; porque no es posible reconocer la dignidad, la grandeza, de todo ser humano, base de la paz, sin Dios. Somos, además, la Iglesia que vive de la Eucaristía, sacramento de la caridad, sacramento de reconciliación y unidad; por esta caridad se ha de manifestar y palpar el amor para con los pobres, como san Vicente Ferrer, con los más pobres, los inmigrantes y refugiados, los perseguidos en sus países de origen, los desahuciados y los sin techo; la Iglesia, y nosotros como Iglesia, nos sentimos interpelados y llamados por san Vicente a la conversión y así, compartir los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, particularmente de los más pobres y de los que sufren en nuestro suelo valenciano, como también hizo un gran amigo en su época, el mercedario padre Jofré.
En nuestra patria valenciana, la de san Vicente Ferrer, en España, necesitamos retejer, como hizo san Vicente allá por donde anduvo, el tejido social al que pertenecemos, necesitamos igualmente aprender el arte de vivir, con la gracia de Dios y la ayuda de nuestro San Vicente Ferrer, llevar a cabo la realización de una humanidad nueva, hecha de hombres y mujeres nuevos con la novedad del Evangelio, como hizo san Vicente Ferrer, en la que reine la unidad y la paz, también en el ámbito de la educación, como él lo hizo fundando un colegio que aún pervive, para la educación de los más pobres y vulnerables, los huérfanos.
Como pastor, llamado a reunir los hijos de Dios dispersos –somos todos hijos de Dios, aunque dispersos–, nos sentimos llamados por el propio san Vicente, a construir, entre todos, la unidad tan necesaria en estos momentos que vivimos. Es hora de la unidad y de trabajar, unidos, por el bien común: es hora de sumar y multiplicar, es hora de buscar respuestas juntos a los problemas comunes; es hora de arrimar el hombro, o de hacer espaldas y pensemos más en los excluidos y los descartados: en eso San Vicente anduvo en primera línea.
San Vicente vivió, como todos recuerdan, en una época muy particular de la Iglesia en la que ésta se encontraba ante el reto y escándalo de una unidad amenazada, o más que amenazada, rota por el cisma de Occidente. La unidad es un don y una característica de la Iglesia, que tantos desgarrones ha sufrido en su túnica inconsútil a lo largo de su historia. Todos somos conscientes de la necesidad imperiosa de la unidad de los cristianos. Que todos seamos uno, como Cristo y el Padre son uno, para que el mundo crea, que se convierta a Dios y crea. La cuestión más urgente y apremiante en estos momentos es que el mundo crea. Esto depende también de que seamos uno, de que no debilitemos la unidad de la Iglesia y de la fe, sino que la fortalezcamos, que en estos momentos vivamos una unidad vigorosa. Sabemos lo importante que es retejer el tejido de la unidad, lacerado por tantos factores centrífugos y disgregadores en nuestro tiempo; de nuevo se oyen voces, se escuchan rumores sordos de divisiones en el interior de nuestra Iglesia. Necesitamos el testimonio de hombres de fe, como San Vicente Ferrer, que devuelva la unidad firme y sólida a la Iglesia, y en todo caso la fortalezca con renovado vigor y restañe las heridas y tentaciones que puedan inducir a caminar por derroteros que debilitan la santidad de la Iglesia, su capacidad evangelizadora y su aportación imprescindible a la obra de la paz en la tierra.
Al acercarnos a la celebración del sexto centenario de nuestro san Vicente Ferrer, tan nuestro y tan entrañable, sigamos sus huellas, su guía y su luz. Él nos conducirá a buen puerto y nos ayudará en nuestra gran tarea y nuestra gran aportación para llevar a cabo la obra de renovación de la humanidad, tan necesaria como urgente, de retejer el tejido social de nuestra sociedad con la novedad del Evangelio hecho presente con hombres y mujeres nuevos, que sean santos –es lo que cambia el mundo– e irreprochables ante Dios por el amor, luz que alumbre un mundo nuevo con la novedad del Evangelio y de una vida conforme a las bienaventuranzas y la caridad, sobre todo con los más pobres, testigos de la unidad de la Iglesia y artífices de un mundo nuevo en paz, asentada sobre la justicia, la libertad, la verdad y el amor, una nueva civilización del amor. Que San Vicente interceda por todos, especialmente por Valencia, por la Iglesia que está en Valencia, para que, con su ayuda, intercesión y ejemplo, el pueblo valenciano, que tan hondamente sintió San Vicente, vea colmadas estas aspiraciones que son su futuro y su esperanza.
Por todo lo dicho, al convocar, en unión con mis hermanos los obispos de Orihuela-Alicante, de Segorbe-Castellón y de Tortosa este Año Vicentino en las cuatro diócesis, lo hago, lo hacemos, para que aprendamos de san Vicente Ferrer y lo sigamos, para que nos dejemos imbuir de su espíritu eclesial y evangelizador, para que conozcamos su personalidad y su obra, sus aportaciones en el campo del pensamiento y en la recomposición de la Iglesia y de la sociedad en Valencia, en España, en Europa, y para que avivemos nuestra devoción a él y lo invoquemos cada día más como intercesor muy principal ante Dios. El Año Vicentino convocado ha de marcar una huella muy notable en nuestra diócesis de Valencia, la suya. Por eso hemos de prepararlo y prepararnos bien y vivirlo mejor, y para esto hemos constituido una Comisión preparatoria de ese Año Vicentino que está trabajando mucho y muy bien. Como sabéis ya la Santa Sede, a través de la Penitenciaría Apostólica, ha concedido a las cuatro diócesis un Año Jubilar, cuyos beneficios pueden alcanzarse con sus indulgencias respectivas en diversas Iglesias relacionadas con San Vicente Ferrer, que se han señalado oportunamente, del 5 de abril de 2018 al 5 de abril de 2019. Os exhorto a todos los valencianos que os unáis a esta celebración y que preparéis vuestro ánimo, con los actos que la Comisión creada al efecto, nos haya señalado.
Es muy importante, como acabo de decir, que tengamos en cuenta que la Santa Sede ha concedido indulgencias y gracias especiales en este Año Jubilar en los diversos templos jubilares. Para beneficiarse de estas gracias que la Santa Sede concede es preciso tener las debidas disposiciones, entre otras cosas, confesarse; por eso, disponeos a participar debidamente en el sacramento de la Penitencia, para lo cual ha preparado la Delegación Diocesana de Liturgia unos dípticos espléndidos: usadlos. Meteos de lleno en lo dispuesto para este Año Jubilar: informaos como corresponde.
Y por último, en esta segunda parte de mi carta pastoral, permitidme, como resumen, que reitere algunas reflexiones precedentes sobre san Vicente Ferrer, para que todos las tengamos en cuenta. San Vicente Ferrer es, sin duda, el santo que más vivo está en la memoria y la piedad popular, el que ha dejado una huella más profunda en nuestra historia, el más universalmente conocido, un santo cercano y muy familiar a todos los valencianos que solicitan con fervor su ayuda e intercesión: Interioricemos, pues, su testimonio, su mensaje, su enseñanza, su legado a lo largo de este Año Jubilar que el Señor, la Iglesia y el mismo San Vicente nos ofrecen.
Debo subrayar, en este legado suyo tan rico y actual, como dije antes, su nota más característica y más viva para los tiempos actuales que corremos: su impulso evangelizador. Fue un predicador que sabía llegar en su lenguaje llano al corazón de los sencillos, un anunciador incansable, a tiempo y a destiempo, con ocasión o sin ella, del Evangelio de Jesucristo, por tantos países de la vieja Europa que en ese Evangelio se sustenta y fundamenta y que tan necesitada está hoy de volver a él para reencontrarse a sí misma con renovado vigor, y así ofrecer al mundo entero el futuro que requiere. Sin duda que también para nosotros, para Valencia, para España entera, para Francia que recorrió como un nuevo Pablo anunciando el Evangelio de la misericordia llamando a la conversión; hoy es un estímulo y acicate para no callar y ofrecer a todos la riqueza de la Iglesia, que no es otra que Jesucristo en quien tenemos todo el amor y la misericordia que necesitamos para vivir de otra manera, construyendo una sociedad nueva basada en el amor, el diálogo, el respeto mutuo, el bien común y la paz, edificando una nueva humanidad, una nueva Europa, una nueva España, una nueva Francia, una nueva Vannes y una nueva Valencia hechas de hombres y mujeres nuevos con la novedad del Evangelio, que es el Sí más grande e incondicional de Dios al hombre, a todo hombre y mujer.
San Vicente Ferrer fue también un mensajero de la paz, un infatigable promotor de paz y de concordia. ¡Cómo necesitamos esto aquí, hoy, en la vieja Europa, en nuestra Comunidad Valenciana, en España! Andamos un poco a la greña y así no se edifica paz ni se genera concordia siempre tan fecunda. ¿Qué nos diría hoy, qué nos dice hoy, san Vicente Ferrer? Seguro que, una y mil veces, nos diría y gritaría: «¡Construid la paz!» Construir la paz es tarea permanente, de siempre, también de hoy: lo vemos cuánto apremia esto en un mundo tan violento, tan descalificatorio de los demás, tan excluyente, tan cerrado en sus egoísmos, y opiniones particulares como el que vivimos. La Iglesia, los creyentes cristianos, no lo olvidemos, tenemos una gran responsabilidad. Una gran responsabilidad inherente al mandamiento nuevo del Señor que nos dio en su última Cena, al precepto de la caridad que se ha de manifestar y palpar en el amor para con los pobres, los más pobres, los inmigrantes y refugiados, los perseguidos en sus países de origen, los desahuciados y sin techo; la Iglesia y nosotros como Iglesia nos sentimos llamados a compartir los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de hoy, particularmente de los más pobres y de los que sufren en nuestro suelo valenciano.
Como pastor, llamado a reunir los hijos de Dios dispersos –somos todos hijos suyos– apelo a la responsabilidad de todos a construir entre todos la unidad tan necesaria en los momentos que vivimos. Es hora de unidad y de trabajar unidos por el bien común; es hora de sumar y multiplicar; es hora de buscar juntos respuestas a los problemas comunes; es hora de arrimar el hombro, de hacer espaldas, y de que todos pensemos más en los pobres, los excluidos, o, como dice el Papa, los descartados: esto nos unirá.
Sigamos las huellas de san Vicente Ferrer que son las huellas de la santidad, las huellas de las Bienaventuranzas que proclaman dichosos a los pobres, a los misericordiosos, a los que lloran, a los que trabajan por la paz, a los que confían plenamente en Dios, escuchan y se apoyan en su Palabra, la cumplen. En la vida de los santos, como san Vicente Ferrer, que siendo hombres como nosotros, se transforman con mayor perfección en imagen de Cristo, Dios manifiesta al vivo ante los hombres su presencia y su rostro. En ellos, en San Vicente Ferrer, Dios mismo nos habla y nos ofrece un signo de su Reino, de su amor, de su invitación a la auténtica fraternidad en la que impera la comprensión mutua, la misericordia y la búsqueda esperanzada del bien común, cuyos beneficiarios primeros deben ser los últimos: los últimos deben ser los primeros. Sin olvidar a los niños, a los que tanto quiso san Vicente Ferrer, sobre todo los más necesitados de amor, como los huérfanos –cosa terrible en su época–, para los que fundó un colegio, el Colegio Imperial de Huérfanos San Vicente Ferrer, que pervive hasta hoy con vigor y ejemplarmente por tantos motivos en san Antonio de Benagéber. Desde aquí y con el estímulo de san Vicente me atrevo a pedir a quienes ostenten la responsabilidad de la vida pública que, por justicia y humanidad, respeten y ayuden como deben a los Colegios de niños necesitados de protección y ayuda –los niños siempre lo son– y que favorezcan sin trabas el tipo de educación que sus primeros y principales educadores y protectores, los padres, deseen para sus hijos, que es la mejor e insoslayable protección.
Que San Vicente nos auxilie a esta Valencia nuestra, tan querida de verdad por él, la que siempre quiso él tan entrañablemente y consideró su patria y su casa. Fue san Vicente un valenciano cabal que siempre ejerció de valenciano, como todos querríamos ser en estos momentos. Que Dios os bendiga a todos.
Para finalizar permitidme que comparta con vosotros el gozo de comunicaros que se están dando los pasos convenientes para promover la causa del doctorado universal de la Iglesia de San Vicente Ferrer. Y, en este sentido, se están llevando a cabo encuentros pertinentes con la Orden de Santo Domingo, la Facultad de Teología de San Vicente Ferrer, la Universidad Católica de Valencia y el capítulo de Cavallers Jurats de Sant Vicent Ferrer, y la diócesis de Vannes. Que Dios nos conceda llegar a feliz término esta iniciativa tan justa como empeñativa. Rogad para que se realice conforme al querer de Dios y bien de la Iglesia. Que san Vicente Ferrer nos auxilie a esta Valencia nuestra tan suya, a la que siempre consideró su patria y su casa. Fue san Vicente un valenciano leal, como todos querríamos ser en estos momentos, fieles a nuestra raíces cristianas, llamados a la santidad para renovar el mundo. Que Dios nos bendiga a todos y San Vicente Ferrer nos proteja siempre.