Anatomía de un cuchicheo
El cuchicheo puede parecer anecdótico, pero simboliza un mundo muy distinto al de 1978 y al de 1981. Entonces los debates parlamentarios partían de un suelo de realidad compartida: todos estaban de acuerdo en que el destino era la democracia. Con ese objetivo se aparcaron los odios
Cuando Javier Cercas escribió Anatomía de un instante, todos supimos exactamente a qué momento se refería. Tejero, los tiros y el «¡quieto todo el mundo!». Ya sabemos: aquel segundo en el que tres personas mantuvieron erguida la dignidad de las Cortes. Es decir, la de todos los españoles que se disponían a vivir unas angustiosas horas en las que todo lo conseguido amenazaba con venirse abajo. Suárez, Carrillo y Gutiérrez Mellado se quedaron en su sitio mientras rondaban los tiros. El presidente, porque sostenía aún la democracia en sus hombros; el general, porque hacían falta algo más que unos cuantos disparos bigotudos para achantarle; y Carrillo, porque intuía que no vería otro día más y, supongo, porque no quería desperdiciar un cigarro.
Recordamos estos días la obra de Cercas, lúcida y necesaria, no solo por la serie que ha estrenado Movistar sino, sobre todo, porque el 47º aniversario de la Constitución celebrado esta semana nos ha vuelto a recordar todo lo que hemos ido perdiendo por el camino. Y quizá pocas fotos como esta de Sánchez y Armengol, de palique mientras sonaba el famoso Trío Dumky de Antonín Dvorák, interpretado por Helix Trio. No es la primera vez que el presidente del Gobierno se salta las más mínimas normas del protocolo. Ya le vimos adelantarse al rey en la inauguración del AVE a Murcia o quedarse junto a él en 2018 en el tradicional saludo tras el desfile del 12 de octubre. El caso es que el cuchicheo de este año bien merece una disección, aunque sea breve y, desde luego, yo no sea Cercas.
Este instante comienza con una música que al presidente le resulta indiferente. Debe de ser porque Dvorák no suena en Radio 3 ni puede escucharse disfrazado de adolescente tardío. Sánchez mira hacia abajo, por razones obvias, a una Francina Armengol que asiente y sonríe. Dice algo —más bien lo murmura—, una especie de confirmación. Seguramente se dijeron poca cosa, quizá una orden sobre cómo gestionar el próximo cara a cara con Feijóo («Francina, recuerda que debes apagarle el micro justo antes del adjetivo final»). El cuchicheo quizá sea lo más español que ha hecho Sánchez en los últimos ocho años. Les faltó la silla de enea y que fuera verano.
Puede parecer anecdótico, pero simboliza un mundo muy distinto al de 1978 y al de 1981. Entonces los debates parlamentarios partían de un suelo de realidad compartida y de unos mínimos que nadie discutía: todos estaban de acuerdo en que el franquismo debía morir y en que el destino era la democracia. Con ese objetivo se racionalizaron los debates y se aparcaron los odios. Hoy ese odio amenaza con convertirse es bandera que utilizan unos («hay que reventar a la derecha», gritan últimamente los de Podemos) y otros, que no acuden a los actos institucionales porque no creen del todo en estas instituciones. Hoy todo es emoción enlatada, algoritmo y chascarrillo.