La recuerdo desde que tengo uso de razón televisiva. En aquellas tardes de merienda y brasero, en casa de mis abuelos; tardes de Un globo, dos globos, tres globos, cuando la luna todavía era un globo que se nos escapaba. Entre María Luisa Seco y el 1, 2, 3 de Chicho, andaba ya la Borrero en los recovecos del telediario, hilando anécdotas del papamóvil y hablándonos de lo divino, tan humanamente.
Muchos años después, cuando cumplí el sueño de ser yo también un cuentacosas, Paloma entró en casa de otra manera, con una amistad ancha que ya no cabía en las 625 líneas del televisor. Preparamos juntos muchas crónicas e intervenciones televisivas, a veces en la primera servilleta de papel que tenía a mano. Sabía, de verdad, que sabía poco, y con sorprendente humildad solía pedir a los amigos que le revisáramos el trabajo. Comimos la pasta que cocinaba Alberto, su marido, porque a ella se le daba mejor estar con las manos en otra masa y nos subimos a las aceras de Roma con su Cinquecento. La vida de Paloma no cabe en una crónica ni puede encerrarse en la caja tonta, pero la televisión le debe al menos un homenaje de memoria y gratitud. La premió con el galardón de la Academia A toda una vida y le posibilitó morir con los focos puestos, como ella deseaba, entre Amigas y conocidas, el programa matinal de La 1 de TVE, presentado por Inés Ballester y que esta semana ha batido récord de audiencia con su recuerdo, no por nuestra afición patria a hablar sobre los muertos, sino porque la Borrero está muy viva. Tanto, que nos va a costar tiempo acostumbrarnos a poner la radio o encender la tele y que nuestra amiga y compañera no aparezca por allí. A cambio, parafraseando unos versos de Miguel D’Ors, nos ha dejado su mirada, su coquetería, sus conversaciones en torno a un gintonic, sus corresponsalías, sus tertulias, sus viajes con los Papas. Preparada siempre para entrar en directo, como ella estaba, nos diría: ahí os lo dejo, todo para vosotros, hijos míos. Suerte de haber tenido un Padre rico.