Amar es cumplir la Ley entera
XXIII Domingo del tiempo ordinario
Tema espinoso, donde los haya, es el de la corrección fraterna. Espinoso por dos motivos. En primer lugar, a nadie le gusta ser reprendido, y, en correspondencia, cualquier persona sensible hacia los sentimientos ajenos podrá imaginar cuán poco le apetecerá al otro recibir una corrección. En segundo lugar, es muy difícil separar la corrección de una actitud prepotente. El que se permite indicar a otro sus fallos parece adoptar la postura soberbia de quien conoce el bien y el mal por encima de su compañero. Además, la premisa de todo es: «Si tu hermano peca». Ahora bien, ¿quién soy yo para decidir sobre el pecado ajeno? ¿No nos prohíbe Jesús mismo en el evangelio juzgar a los demás?
Aunque la traducción litúrgica no lo refleja, algunos manuscritos de gran calidad se expresan así: «Si tu hermano peca contra ti». No se trataría, entonces, de dar carta blanca a cualquiera que se sienta fiscal universal de la moralidad, sino de un consejo dirigido a la vida práctica, para saber cómo se han de resolver los conflictos entre las personas. Cuando alguien se siente ofendido, fácilmente recurre a la murmuración a espaldas del presunto ofensor, lo que se expresa con bastante inexactitud con la expresión juzgar al otro. Digo con inexactitud, porque en cualquier Estado de derecho el juicio se basa, entre otras cosas, en la posibilidad de defensa por parte del acusado. Por desgracia, la práctica habitual en los casos de la vida cotidiana no es juzgar, sino sentenciar en ausencia del imputado. El acento del consejo evangélico no se sitúa tanto en el hecho de corregir, sino en el modo en que debe hacerse: mediante una relación personal con el ofensor, a través del diálogo directo.
El diálogo no es una mera estrategia política; el diálogo es también una obra de caridad. Es necesario también escuchar las razones del otro. Ni siquiera conviene perdonar demasiado apresuradamente. ¡Cuántas veces nos creemos ofendidos por actitudes ajenas que son mal interpretadas! Esto es, desde luego, algo mucho más duro y más exigente que la difamación, pero sin duda mucho más honesto, más humano y, por supuesto, más cristiano. Sólo cuando este procedimiento no da resultado, es lícito recurrir al arbitraje de otras personas independientes, y, sólo como última instancia, apelar a la comunidad y a sus autoridades. Pero éste debe ser siempre el último paso, no el primero.
Ahora bien, este planteamiento, sin ser falso, podría dar lugar a otra sospecha: ¿no hay una cierta reducción egoísta de la instrucción de Jesús? ¿Qué ocurre si mi hermano peca contra otro? ¿No debo, en virtud de la caridad hacia el ofendido, reprender también al pecador? ¿O no será más prudente no meterse en camisas de once varas y dejar que cada cual resuelva sus propios casos? Tal vez el mejor modo de conocer el alcance del mandato sea atender a la praxis del legislador, al menos cuando el legislador sea de fiar no sólo por sus palabras, sino también por su conducta. Y éste es el caso de Jesús. Si algo se puede decir con certeza, es que a Jesús no lo mataron por quedarse callado. En realidad, quien peca contra otro también peca contra mí, como miembro de la misma Humanidad, como hijo del mismo Dios. Hace unos años, Manos Unidas lanzó como lema de su Campaña contra el hambre el principio de que la indiferencia nos hace cómplices. El cristiano debería asumir su compromiso de hacerse voz de aquellos que no tienen la posibilidad de defenderse. El silencio de los indiferentes se vuelve un arma en manos de los prepotentes.
¿Cómo evitar, entonces, convertirse en juez de los demás? ¿No estaremos cayendo de nuevo en la tentación de erigimos en fiscales universales? La solución la ofrece el mismo evangelio: defendiendo al ofendido hay que buscar también el bien del ofensor. Con la humildad del hermano que se acerca al hermano, del pecador que, consciente de su propia debilidad, intenta ayudar a otro pecador, a la vez que se deja ayudar también por él. Sólo así la corrección será verdaderamente fraterna, y no un acto de mal disimulada soberbia.
El quid de todo está en la perspectiva. Como escribe Pablo a los cristianos de Roma: «Uno que ama a su prójimo no le hace daño; por eso amar es cumplir la Ley entera».
En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: «Si tu hermano peca, repréndelo a solas entre los dos. Si te hace caso, has salvado a tu hermano. Si no te hace caso, llama a otros dos, para que todo el asunto quede confirmado por boca de dos o tres testigos. Si no les hace caso, díselo a la comunidad, y si no hace caso ni siquiera a la comunidad, considéralo como un pagano o un publicano. Os aseguro que todo lo que atéis en la tierra quedará atado en el cielo, y todo lo que desatéis en la tierra quedará desatado en el cielo. Os aseguro, además, que, si dos de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra para pedir algo, se lo dará mi Padre del cielo. Porque donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos».