El joven productor, director y guionista de cine, Arturo Turón (Busco, 2006) continúa con su buen tino profesional —en carrera ascendente— también en su vertiente teatral, después de dirigir la espléndida y laureada Confesiones a Alá (2013), debut de la joven novelista marroquí, Saphia Azzedinne, que Turón adaptó.
Ahora, precedido por una trayectoria de éxitos cinematográficos como los cortometrajes Tu voz son mis ojos (2007), Voces de esperanza (2007) o Et Deux Par Deux (2012), estrena con talento en Madrid Alma, su segunda pieza teatral -producida por Es.arte en colaboración con Nada en La Nevera y Nave 73-, una singular y muy interesante revisión sobre la condición humana, en la que su premisa argumental parte del filme Persona (Ingmar Bergman, 1966).
El drama, con destellos suficientes y logrados de suspense, terror y thriller, sigue los pasos de Elisabeth, una joven actriz. Durante una representación teatral de la tragedia griega Electra pierde el habla y termina ingresada en un hospital. Al ver que su enfermedad no progresa, la trasladan con su enfermera Alma a una casa de verano con la feliz idea de que se restablezca rápidamente. Alejada, apartada de todo. A partir de ese momento se iniciará una relación de confianza entre la enfermera y su paciente.
Hay dos maneras de aproximarse a Alma. Una de ellas sería la de aquellos espectadores que acuden a la sala tras haber visto o conocido la película Persona, del director sueco Ingmar Bergman, que ha adaptado Arturo Turón. Y por otro lado estaría el punto de vista de aquellos espectadores que, desconociendo la naturaleza de esa Persona, van a la sala a ver un espectáculo. Serían puntos de vista diferentes, puesto que parten de proposiciones diferentes. Sin embargo, esa es una de las grandezas del montaje porque su resultado final es apabullante y para todos los paladares exquisitos. Por otro lado debe recordarse que esta adaptación teatral no es una dramatización literal del filme, sino una actualización muy fiel sobre aquellos principios, tan bien asentados, que muchos han calificado como una de las mejores películas de Bergman y de la historia del cine, junto a otras de sus flamantes producciones, por ejemplo, Fresas salvajes (1957) o Fanny y Alexander (1982).
A partir de esa excusa cinematográfica, Turón, que ha conseguido desarrollar momentos interpretativos excepcionales -a cada cual mejor pocas veces vistos en montajes con estos mimbres- va destapando con bastante claridad la personalidad tanto de Alma como de Elisabeth, y su progresión dramática tanto física como psíquica. De este modo nos encontramos, primero, con una puesta en escena donde Alma, que es la enfermera, atiende a Elisabeth. A medida que transcurre el tiempo -siempre lineal- estos personajes crecen, se escuchan, se miran, se estudian, maduran y van ganando confianza. Pero nada de esta creciente evolución se presagiaba al comienzo de la función.
Los silencios de Elisabeth le sirven a Alma como vía de escape para exteriorizar cuanto tiene dentro de sí, y por su parte Elisabeth vive encerrada en su mutismo desde aquella vez que se quedó en blanco recitando un fragmento de Electra en el espectáculo. De hecho, la actriz recuerda que sin Electra no puede vivir. En ese proceso de conocimiento que ansía más Alma que Elisabeth, al menos exteriormente, las mujeres se confiesan sobre todas las cuestiones, desde las más peregrinas hasta las más íntimas, y ello les sirve para hablar de la maternidad insatisfecha, del sexo ocasional, del mal moral, de los deseos incumplidos, del miedo a la soledad, el dolor y la tristeza. Alma, no obstante, no es una obra de teatro pesimista sino realista, que pone negro sobre blanco la condición humana y la terrible fragilidad del ser. Es una obra de personajes, de máscaras, que también rompen la cuarta pared y se integran con el público con actuaciones densas e intensas hasta poner al espectador con los pelos de punta.
Y para todo ello Turón ha precisado de dos actrices de raza. La madrileña Rocío Muñoz-Cobo da vida a Elisabeth, y la zaragozana Andrea Dueso pone voz a Alma. Son dos actrices jóvenes, temperamentales, de una gran madurez actoral, impecables, y son las que sostienen prácticamente todo el drama. A ello se añaden otros dos personajes que completan el montaje. Por un lado nos encontramos con un perfecto engranaje del espacio musical, con música en directo, y por otro a la bailarina Cristina Masson que realiza una perfecta coreografía tanto para presentar el drama como para cerrarlo y apoyarse en ocasiones puntuales sobre los personajes principales. Masson recordará a los espectadores ilustrados en la danza la apertura cinematográfica de Hable con ella (2002), de Pedro Almodóvar, una de sus mejores películas que recibió el Oscar al mejor guión original. Nos referimos al ballet de la artista alemana Pina Bausch y su Café Müller. Además, Alma contempla otras referencias fílmicas. En el drama una mujer y un actor presentan una puesta en escena sonora y no es casual, por tanto, que el imaginario colectivo se identifique con Iván (Fernando Guillén) y Pepa (Carmen Maura) de otra gran película española, Mujeres al borde de un ataque de nervios (1988), del renombrado Almodóvar. A estos cuatro personajes se une un quinto y definitivo que resulta una originalidad en la puesta en escena, probablemente una excepción en los teatros madrileños. Se trata del espectacular diseño de iluminación, a cargo de Jon Corcuera, tan característico y tan necesario sin el cual la aventura sería otra cosa.
Toda esta telaraña de sensaciones tiene en común rasgos dramáticos con el teatro del también sueco August Strindberg, que renovó la disciplina, y en este sentido Turón ha sabido articularlo con pulso firme y determinación. Quiere decir, pues, que posee un gran talento en la dirección de actores, un amplio dominio del espacio musical y escénico, así como en su estructura circular en su puesta en escena. Una puesta en escena, por cierto, sobria, presentada a través de un conjunto de muebles cubiertos con telas y otro mobiliario —a veces clásico, a veces indeterminado_ plantados en la escena de modo muy equilibrado. En el alto foro se proyectan imágenes, imágenes borrosas o imágenes nítidas, imágenes de los personajes sonriendo o llorando en función de sus estados de ánimo, a saber, una manera de verse observados a sí mismos. ¿Para bien?, ¿para mal? Simplemente para conocerse mejor. Todo ello delimitado gráficamente por un amplio espacio donde no hay puertas ni ventanas, pero hasta podríamos averiguar el color de las puertas, de las ventanas y de las cortinas, responsabilidad escenográfica y efectista de Juan Divasson y Marta Martín Sainz.
Por si todas estas virtudes fueran pocas, cuando los espectadores salen del teatro necesitan, al menos, un minuto para reflexionar sobre todo lo ocurrido dentro. Esta necesaria cavilación recuerda a aquel minuto en silencio y en negro que precedía a los títulos de crédito de la excepcional Katyn (2007), del director de cine polaco Andrzej Wajda. No es de extrañar, entonces, que a partir de ese momento los espectadores que han experimentado Alma cambien su punto de vista sobre las cosas al encontrarse sanos, fuertes, queridos, acompañados, realizados, felices de nuevo con otras personas.
En resumen, Alma se convierte en una obra de teatro imprescindible, que no va a envejecer, que encarna sabiamente el comportamiento humano en situaciones límite, donde exteriorizar los sentimientos o enmudecerlos puede ser o es la mejor de las catarsis, de raigambre poética y ritmo fresco, como el modo de reconocer el carácter antropológico de su historia y su sutil aspecto trascendente. Si no, pruébenlo. Brillante.
★★★★★
Nave 73
Calle Palos de la Frontera, 5
Embajadores
OBRA FINALIZADA