«La crisis de la familia no sólo se descubre en los graves males que padece: rupturas matrimoniales, disminución de la natalidad, hijos sin padres…». Se dijo en el Congreso internacional, celebrado en Valencia, con ocasión de la Jornada Mundial de las Familias de 2006, y se añadió que esta crisis –hoy, ciertamente, no menos aguda que entonces– «tiene una venenosa raíz al concebir la familia como refugio para resolver el problema afectivo del hombre, y así viene la decepción». ¿Y qué proponen los expertos? Cambiar de pareja, rehacer mi vida, se dice. ¿Resultado? Bien a la vista está: «Una triste espiral en la que se aplaza el problema hasta la siguiente decepción». El caso de la samaritana, respondiendo que no tiene marido, sigue de plena actualidad, como la réplica de Jesús: «Dices bien que no tienes marido: has tenido ya cinco, y el de ahora no es tu marido». Así es. No hay felicidad posible, no hay realmente vida humana digna de tal nombre, «nunca cesarán las decepciones –se concluía en aquel Congreso de Valencia– mientras la mirada sobre el otro se quede en la superficie, sin descubrir que, en realidad, es signo de Otro. Todo cambia al encontrar, como la samaritana, a ese Otro, que ilumina hasta el fondo la verdad del matrimonio y de la familia. Los Centros de Orientación Familiar, de los que se habla en este número de Alfa y Omega y que, de un modo u otro, forman parte de la misión de la Iglesia, desde su mismo inicio, ofrecen precisamente esa Luz que salva la vida.
«Hablando de matrimonio, Santidad –le preguntaban al Papa una pareja de novios de Madagascar, durante el Encuentro Mundial de las Familias de 2012, en Milán–, hay una expresión que nos atrae más que ninguna otra y, al mismo tiempo, nos asusta: el para siempre…». Y Benedicto XVI daba su luminosa respuesta: «El paso del enamoramiento al noviazgo, y luego al matrimonio, exige varias decisiones y experiencias interiores. Es bello ese sentimiento de amor, pero debe ser purificado, debe recorrer un camino de discernimiento; es decir, deben entrar también la razón y la voluntad; deben unirse razón, sentimiento y voluntad. En el rito del Matrimonio, la Iglesia no dice: ¿Estás enamorado?, sino: ¿Quieres?; ¿Estás decidido? Es decir: el enamoramiento debe convertirse en verdadero amor, implicando la voluntad y la razón en un camino de purificación, de mayor profundidad, de modo que realmente todo el hombre, con todas sus capacidades, con el discernimiento de su razón y la fuerza de su voluntad, pueda decir: Sí, ésta es la vida que yo quiero».
La Iglesia, al ofrecer la luz de la fe, como ha mostrado Benedicto XVI, una y otra vez, no sólo no lo hace al margen de la razón, sino que la amplía, la potencia. Exactamente todo lo contrario de una cultura, como la hoy dominante en nuestra sociedad, que prima el sentimiento y el gusto, o el interés, del momento sobre la más elemental racionalidad. La Iglesia, en cambio, justamente porque mira la verdad más honda del ser humano, porque lo reconoce como verdadera imagen de Dios, le ayuda de un modo que hace más lúcida la razón, y también ensancha el corazón y fortalece la voluntad, amándolo y acompañándolo en sus dificultades. Así lo subrayó el Papa, en el Encuentro de Milán, al responder a un matrimonio brasileño, médico y psicoterapeuta familiar que ayudan en la Iglesia a novios y esposos, «y en los problemas de pareja notamos una acentuada dificultad para perdonar y aceptar el perdón; en muchos casos, hemos visto el deseo y la voluntad de construir una nueva relación que sea duradera, también debido a los hijos que nacen de esta nueva unión…». Esto dijo Benedicto XVI: «Lo más importante, naturalmente, es prevenir, es decir, profundizar desde el inicio en el enamoramiento para llegar a tomar una decisión sólida, madura; además, es bueno acompañar a las personas en su matrimonio, para que las familias nunca se encuentren solas, sino que estén realmente acompañadas en su camino».
Este acompañamiento, justamente, es el camino, y la Iglesia –ekklesía es asamblea, comunidad, familia– lo muestra siendo ella misma. A ningún alejado podría acompañar, si en ella faltara tal acompañamiento. No basta con estar en la Iglesia. ¡Hay que ser Iglesia! Lo descubrieron unos novios que, tras participar en un cursillo prematrimonial, escribían así: «Tanto a mi novio como a mí, nos gustó mucho. No pensábamos encontrarnos con algo así, tan bonito, tan espontáneo, lleno de testimonios, no sé, algo precioso que nos llegó al corazón. Somos practicantes, y Dios y la Iglesia tienen un lugar muy importante en nuestras vidas, pero aun así y todo, hemos recibido un impacto grande en los cursillos, y digamos que nos ha fortalecido mucho más en nuestros deseos de ser esposos y formar una familia según la voluntad de Dios».
¿Acaso no necesita hacer este descubrimiento, y decir que es algo precioso, la sociedad entera? No en vano, en la encíclica social Caritas in veritate, de 2009, Benedicto XVI afirma sin dudar que es «una necesidad social, e incluso económica, seguir proponiendo a las nuevas generaciones la hermosura de la familia y del matrimonio, su sintonía con las exigencias más profundas del corazón y de la dignidad de la persona».