Una vez le leí o le escuché a Paco Umbral, creo que fue en Las ninfas, que, habiendo leído a Baudelaire eso de que «hay que ser sublime sin interrupción», trató toda su vida de conseguir esa ininterrupción de la sublimidad sin éxito alguno. Y yo pienso que, con respeto de los maestros, en esto del cine, de las series, de la literatura, de las aficiones y de la vida, uno tiene que, no solo permitirse caer, de cuando en cuando, en ciertas vicisitudes humanas, sino que ha de propiciar esa caída buscando lugares donde sencillamente pasárselo bien o estar a gusto.
Y uno de esos lugares agradables son las sitcom o, en su traducción al castellano, las comedias de situación, en las que capítulo a capítulo nos encontramos con los mismos escenarios donde se mueven recurrentes personajes a los que les ocurren cosas. Y en ALF, que ahora podemos disfrutar en HBO Max, las cosas que le ocurren a la familia Tanner, paradigma de la clase media estadounidense, son, cuanto menos, curiosas. El impacto de una nave espacial melmaciana (del planeta Melmac o relacionado con él) pone en las vidas de Willy, Kate, Lynn, Brian y de su gato Lucky, a un Gordon Shumway, un ALF, una forma de vida extraterrestre por sus siglas en inglés, que supondrá emoción y aventura en el día a día de la familia.
Lejos de grandes discursos y sin pretensión alguna ALF nos demuestra en cada uno de sus capítulos que podemos sacar grandes enseñanzas de sus pequeñas historias, que en la cotidianidad está la Verdad y que, al cabo, vale mucho más la pena ser sublimes con interrupción y ponerse un episodio de esta maravillosa y sencilla serie que la incesante búsqueda de grandes acciones. Uno, si está dispuesto a ello, puede encontrar la moraleja en la pequeña guasa de un ser pelirrojamente peludo y narizota que, extraviado a millones de kilómetros de su planeta / casa, trata de encontrar cierto sentido a la vida a golpe de su característico: «¡No hay problema!».