Alain Paul Lebeaupin: «La voz del Papa se escucha en Europa»
La Santa Sede y la UE «no son dos entes que cooperan, sino que comparten preocupaciones», asegura el nuncio saliente en la Unión Europea en la primera entrevista que concede a un medio español
Cuatro décadas en las trincheras de la diplomacia vaticana son suficientes para forjar un talante conciliador y un espíritu de diálogo capaz de buscar puntos en común incluso con los que están en las antípodas ideológicas. El arzobispo francés Alain Paul Lebeaupin, nuncio saliente en la Unión Europea, habla por primera vez con un medio español.
Su carrera diplomática comenzó en 1979 en la misión diplomática ante la ONU de Nueva York. Después estuvo en República Dominicana, Mozambique y la OCDE. Como nuncio ha servido en Ecuador, Kenia y desde el 2012 en la Unión Europea. ¿Cuál ha sido el reto más complicado como embajador del Papa?
Estuve en Mozambique cuando el país vivía una guerra civil de 1985 a 1989. Fue una experiencia terrible. La posición de quien juega un papel diplomático de la Santa Sede en un contexto de conflicto interno es muy delicada. No somos una potencia externa que puede traer ayuda humanitaria o gritar contra un régimen. Estamos involucrados a través de la presencia del pueblo, lo que implica tratar los asuntos con prudencia, mediando sin injerencias. Fue algo muy doloroso y tuve que conjugar muchos equilibrios. En cambio, en América Latina, viví la experiencia de la injusticia en la piel de la gente, y la pobreza. Pero, al final, en un sitio y en otro he visto cómo las personas daban las gracias a Dios por seguir vivos. En Occidente vivimos de otra manera las tragedias. Lo que cuenta es que cada vez que nace un niño hay una nueva esperanza.
En estos últimos ocho años en la Unión Europea, ¿ha tenido la impresión de que la voz de la Santa Sede no ha sido escuchada?
Criticamos mucho la secularización, como una reprimenda que se hace, sobre todo en ambientes eclesiales, a la sociedad europea. Parece que la secularización es culpa de la UE. Pero es un problema mucho más complejo. Hay tantas formas de secularización o de populismo como países existen. Estos fenómenos operan en distintos niveles y toman la forma de la historia de cada país. Ahora bien, yo personalmente he constatado la voluntad que hay en Europa de encontrar puntos en común. La Santa Sede y la UE no son dos entes que colaboran o cooperan, sino que comparten preocupaciones. Hay un diálogo estructurado, a sabiendas de que no se trata de negociar un texto o un acuerdo.
Pero hay posiciones de la Santa Sede como la del aborto o la eutanasia que no suelen ser comprendidas en la esfera política internacional.
Las relaciones diplomáticas se basan sobre todo en el respeto. Y respetar es descubrir puntos en común, dejar que afloren reflexiones comunes. Le hablo de mi pequeña experiencia como representante del Papa: yo no comienzo nunca un diálogo con estos temas del aborto y la eutanasia. No es que los abandone, pero sí los pongo al final. No busco la confrontación directa. Lo más importante para mí es que mi interlocutor al final diga: «No comparto tus opiniones, pero respeto que tu posición sea distinta a la mía». Ese es el marco del respeto. Tenemos que dejar claro que para nosotros lo más importante es la vida, de principio a fin. Todas las vidas. Por eso tenemos que hablar de la dignidad de vida del anciano, del niño, de la mujer, del inmigrante… Se trata de evidenciar nuestra visión global de la belleza de la vida. Solo así podremos explicar por qué nos oponemos cualquier violación que se justifique reduciendo todo a un concepto de derecho.
¿Cómo ha cambiado la UE en estos ocho años?
La adopción del Tratado de Lisboa en 2007 fue un cambio radical. Claro, no es como tener una Constitución Europea, que al principio era algo muy deseado por todos y que, en cambio, con el paso del tiempo, se ha ido aplazando. Pero sabemos que no son los textos legales los que ponen en marcha la maquinaria, son las personas. Ya el hecho de llamarse a sí misma Unión Europea es un paso fundamental.
¿Cómo ve su futuro?
Yo hablaría primero de su presente. La Unión Europea todavía no existe. A mí me gusta hablar de proceso europeo, lo que implica una actitud propositiva y una responsabilidad común que está en camino. El proyecto europeo tiene la vocación de unir, pero no debe ser un club elitista al que entrar solo porque conviene económicamente. Es una casa común y necesita un marco de respeto. El Papa es muy exigente cuando habla de Europa, pero es que lo lleva en sus raíces. Y su voz se escucha en Europa. La UE no puede ser la negación de los demás o la abolición de las identidades. Y aquí la Iglesia católica tiene mucho que decir. Porque todos los católicos formamos juntos la Iglesia, que es un marco de reconocimiento de la diversidad de la identidad y, al mismo tiempo, es una negación del individualismo, porque Cristo es universal.
Hoy hay muchas personas que han perdido la ilusión del proyecto europeo… ¿En qué se ha fallado?
Las guerras mundiales nacieron en Europa. Las grandes dictaduras han sido ideadas en Europa. Son ejemplos de cómo la voluntad ha sido mal orientada. La esencia del proyecto europeo es ser esa casa común donde la paz y la justicia se abracen. Europa es una tierra de bienestar, a pesar de la pobreza que también existe en sus calles. Pero es un continente donde existe la justicia social. Lo que ocurre es que cuánto más bienestar hay en la sociedad, más riesgo existe de no ver al que está peor y de no acoger al que lo necesita. Necesitamos más buenos samaritanos, como dice el Papa. Tenemos que superar el egoísmo y acoger al pobre y al migrante, porque la respuesta a la migración no la dan los gobiernos. Los políticos llevan las posiciones que reflejan el consenso de la mayoría de la población. Y ahí está el desafío, ya que Europa es una privilegiada y tiene más responsabilidad.
¿Cómo vivió el Brexit?
Con un dolor inmenso, como cuando sucede un divorcio. El Brexit ha sido el resultado de un pueblo que se ha sentido abandonado. No olvidemos que Gran Bretaña fue el único que resistió al nazismo. Es algo que nos faltará en el futuro. Ojalá tal ruptura no suceda nunca más.