Alabar sin medida - Alfa y Omega

En la época de la sospecha, toda alabanza pasa por adulación. Hace unos meses, durante los cursos de verano de una universidad, coincidí con un profesor catalán que pronunció unas palabras notables sobre la lectura y la retórica. Concluida la mesa redonda, cuando el voraz público ya se había dispersado para sorber café como ambrosía e ingerir bollitos industriales, un compañero y yo nos acercamos al atril para encomiar su intervención. Nosotros lo elogiábamos y él, entretanto, nos miraba con displicencia resabiada, como si conociese de sobra nuestro truco y nuestras intenciones. En la agonía de la conversación nos hirió con una pregunta impertinente: «¿Este peloteo es típico en Madrid?».

Rescato la reacción de este profesor, a quien admiro, por cuanto tiene de representativa. ¿Acaso no se fundan las alabanzas, sin excepción, en una injusticia? ¿Cómo entregarnos al elogio si toda acción humana, también la más luminosa, está atravesada de sombras? La rectitud esconde una doblez. El discurso más bello contiene una expresión horrísona. Al acto más inequívocamente virtuoso subyace una intención inconfesable. Si nuestro mundo está oscurecido por el pecado, si el vicio es ubicuo, ¿podemos en rigor encomiar? Sensibles a una realidad precaria, agrietada por el mal y la muerte, los hombres deberíamos alcanzar un acuerdo de mínimos: solo Dios, perfección sin mácula, es digno de alabanza. Todo halago que no se dirija a Él deriva de una falta de atención, de una sutil transigencia con el mal. Ya lo proclama la liturgia: «Todo honor y toda gloria por los siglos de los siglos».

No se precisa demasiada inteligencia para intuir las consecuencias de esta idea. Si el mal sobreabunda, si echa raíces en cada alma como el junco en la ciénaga, la sustancia del elogio solo puede ser el error, en el mejor de los casos, o la impostura, en el peor. El admirable profesor recelaba porque conoce la estructura interna de la alabanza. Apenas dos tipos de personas elogian: quienes ignoran la imperfección, culpables de ingenuidad, y quienes la obvian, culpables de depravación. El origen de los elogios más conscientes ya no sería el entusiasmo, sino el cálculo; ya no la admiración —¿se puede admirar la miseria?—, sino el interés. El aplauso constituiría el último recurso del adulador, la añagaza de quien desea un beneficio de otra forma inaccesible.

Frente a los maestros de la sospecha, los hombres elogiosos afirman, siquiera instintivamente, al modo de los campesinos, la bondad intrínseca de lo real. No ignoran el mal, tampoco lo obvian. Al contrario: conocen su medida exacta. Saben de su estricta dependencia del bien, de su condición parasitaria, de su precariedad ontológica. Saben que se adhiere al ser como la lapa a la roca, como la garrapata a la piel cálida. Pese a la sombra del dolor y de la muerte, «llenos están el cielo y la tierra de Tu gloria». Incluso la bacteria más insignificante, incluso el criminal más abyecto, atestiguan con su mera existencia la majestad del Creador. Porque la realidad ha sido creada, es bella; porque es bella, debe ser alabada. El elogio constituye apenas un acto de justicia, el humilde pago de una deuda impagable. Solo a quien alaba desmesuradamente se le concede palpar la pulpa de la realidad.

En verdad, la presencia del mal en el mundo no imposibilita la alabanza, sino que la reclama más febril. Dada nuestra falibilidad, dada la oscura propensión de nuestras almas a la miseria, todo bien adquiere los contornos de un milagro o de una conquista. Cada discurso hermoso es una victoria sobre la zafiedad al filo del abismo. Cada acto virtuoso es un brote florecido en medio del desierto, contra todo pronóstico. ¿Cómo no elogiar la belleza surgida en la ponzoña, la virtud cultivada en la devastación? Si el mal es ubicuo, el bien es arduo; si el bien es arduo, el encomio es imperativo. Se nos desvela ahora la misteriosa dependencia entre la admiración y las sombras. Admiramos porque la excelencia ha prevalecido cuando el pecado acechaba.

Ni los salmos son peloteo, ni toda reverencia es postración, ni quitarse el sombrero exige arrancarse el cráneo. Gómez Dávila afirmaba que «negarse a admirar es la marca de la bestia» y yo apostillo que, en el elogio, la desmesura es moderación.