El ser humano se identifica cuando se siente criatura de Dios y une su voz a las de los que alaban la Creación, exultantes de gratitud y de vida. El Papa Francisco da testimonio de ese sentimiento en su reciente encíclica Laudato si’, toda ella impregnada de mística franciscana, en la que la fraternidad que proclamó el Poverello de Asís es el máximo paradigma moral.
El subtítulo del documento, Sobre el cuidado de la casa común, ilumina su contenido. El Papa no ignora que un individualismo exacerbado ha llevado a considerar lo común o público como algo abandonado, es decir, de nadie y no de todos, como realmente es. Ello implica que se tienda a abusar de los bienes de esa naturaleza. Así, se afirma cínicamente que los recursos naturales son ilimitados o automáticamente regenerables. Francisco denuncia el saqueo de la casa común y la degradación de los recursos como el mayor signo de injusticia social y, en consecuencia, el más grave pecado.
Reconocer a la ciencia, la política o la economía sus propios ámbitos no le impide remitirse a un «consenso científico muy sólido» como el que avala la realidad del cambio climático. Para el Pontífice, «la preservación de los ecosistemas requiere una mirada que vaya más allá de lo inmediato, porque cuando se busca sólo un beneficio económico, rápido y fácil» a nadie le interesa preservar nada. Importa, además, evitar el deterioro de la calidad de la vida humana, porque a ello se asocia la degradación social. Sorprende que nuestra sociedad no reconozca que la degradación ambiental y la degradación humana y ética están íntimamente relacionadas. En la invocación de los textos sagrados, singularmente del libro del Génesis, Francisco no deja margen a la ambigüedad: «La Biblia no da lugar a un antropocentrismo despótico, que no se interese en las demás criaturas».
El Papa nos propone superar el mito moderno del progreso material ilimitado, que implica no reconocer límites a la acción del hombre. Así, cita a Teilhard de Chardin, que reconoce en Cristo resucitado el eje de la maduración universal. De no menor interés es la advertencia sobre los riesgos de la cada vez mayor dependencia de la técnica: «La vida se convierte en un abandonarse a las circunstancias de la técnica, entendida como el principal recurso para interpretar la existencia». De ahí que reconozca la necesidad de una ética social en la que el principio del bien común tenga un papel central, en un solo mundo, con un proyecto compartido y solidario.
A juicio del Papa, la adopción de medidas eficaces en defensa de la casa común debería ir precedida de un debate social e institucional, en el que participen todos los cuerpos intermedios, con el objeto de alcanzar acuerdos que corresponsabilicen a todas las partes implicadas, y que no sean fruto del mero cálculo de costes y beneficios.
Volviendo al terreno del comportamiento personal, Francisco defiende, con Benedicto XVI, la sobriedad frente al consumismo. Entre las conclusiones más destacables, el Papa entiende que esta materia debería dar lugar a un permanente diálogo entre las distintas confesiones religiosas. El fin último de este coloquio es el de impulsar y vivir la vocación de ser todos custodios de la Creación.