Al servicio del Señor - Alfa y Omega

Al servicio del Señor

Viernes de la 31ª semana del tiempo ordinario / Lucas 16, 1-8

Carlos Pérez Laporta
San Carlos Borromeo
San Carlos Borromeo. Orazio Borgianni. Museo del Hermitage, San Petersburgo, Rusia.

Evangelio: Lucas 16, 1-8

En aquel tiempo, decía Jesús a sus discípulos:

«Un hombre rico tenía un administrador, a quien acosaron ante él de derrochar sus bienes.

Entonces lo llamó y le dijo:

“¿Qué es eso que estoy oyendo de ti? Dame cuenta de tu administración, porque en adelante no podrás seguir administrando”.

El administrador se puso a decir para sí:

“¿Qué voy a hacer, pues mi señor me quita la administración? Para cavar no tengo fuerzas; mendigar me da vergüenza. Ya sé lo que voy a hacer para que, cuando me echen de la administración, encuentre quien me reciba en su casa”.

Fue llamando uno a uno a los deudores de su amo y dijo al primero:

“¿Cuánto debes a mi amo?”

Este respondió:

“Cien barriles de aceite”.

El le dijo:

“Aquí está tu recibo; aprisa, siéntate y escribe cincuenta”.

Luego dijo a otro:

“Y tú, ¿cuánto debes?”

Él contestó:

“Cien fanegas de trigo”.

Le dijo:

“Aquí está tu recibo, escribe ochenta”.

Y el amo felicitó al administrador injusto, por la astucia con que había procedido. Ciertamente, los hijos de este mundo son más astutos con su gente que los hijos de la luz».

Comentario

Quizá sea san Carlos Borromeo el santo que mejor permite entender este Evangelio tan chocante: «El amo alabó al administrador injusto, […] los hijos de este mundo son más astutos con su propia gente que los hijos de la luz», dice Jesús. Lo alarmante de esta alabanza es la comparación de la astucia mundana y la cristiana. Si es injusto, ¿por qué le alaba?

San Carlos Borromeo accedió al servicio eclesial por nepotismo, a causa de las tendencias mundanas de su tío, el Papa Pío IV, que a los 21 años ya le había nombrado secretario de Estado en Roma, y a los 23 era arzobispo de la diócesis de Milán, sin haber sido ordenado sacerdote (lo que sucedió a sus 25 años). No pudo ocupar su sede episcopal en Milán hasta la muerte de su tío, el Papa, dos años después. Mientras tanto, tuvo que vivir siempre en Roma, en medio de un ambiente mundano, de gentes «que solo aspiran a cosas terrenas», como dice san Pablo.

Pero de toda aquella astucia mundana san Carlos emergió como el gran astuto hijo de la luz. A su llegada a Milán supo gobernar con gran inteligencia una diócesis en crisis, supo recoger el Concilio de Trento e introducir su renovación espiritual especialmente en los sacerdotes, supo acceder y depurar los círculos culturales que le circundaban y promovió grandes obras de caridad. San Carlos aprendió que la inteligencia del mundo podía ser incluso superada por la inteligencia de la fe. Su fe supo aprovechar y purificar todas las aptitudes mundanas al servicio del Señor.