A sus 35 años, el actor zaragozano Alberto Castrillo-Ferrer, director de la compañía teatral oscense 9 de 9, triunfa con Al dente, la primera propuesta cómico-dramática del grupo -que él mismo ha escrito- en la que pone negro sobre blanco las manías, las fobias y las obsesiones del ser humano en situación límite con un resultado excepcional.
Una anécdota, un día más, un reencuentro entre amigos. Una noche en la que se redescubre, a trompicones, que los valores de la juventud no son ya los mismos que cuando se es adulto.
Al dente destapa todas aquellas cosas «no dichas»: los deseos ocultos, la rabia contenida, las ganas de gustar… Y lo hace a través de esta comedia dramática –interpretada brillantemente por sus cuatro actores, Carmen Barrantes, Laura Gómez-Lacueva, Hernán Romero y Jorge Usón– que se desarrolla en la cocina de una casa, a 90 kilómetros de Madrid, en cuyo comedor se fragua, supuestamente, la otra acción: una cena en la que se encuentran viejos amigos, antiguos amores, personalidades contrapuestas y, sobre todo, una gran diferencia de «status» social.
Todo ello, pues, provoca situaciones de humor amargo, embarazosas, tensas, tiernas, hilarantes y perfectamente reconocibles, tal y como sólo el teatro sabe mostrar. Una historia cotidiana… más de lo que quisiéramos.
Alberto Castillo-Ferrer ha sabido ponderar la moraleja de Al dente de modo eficaz, no sólo mostrando sus espléndidas dotes en la dirección de actores, sino, sobre todo, al perfilar con exactitud a cada uno de los otros personajes que no vemos, que están muy embutidos en la historia, y que, de hecho, son los detonantes de la trama. Algo así como ocurría con Las sillas, de Eugène Ionesco.
A esta cadena de virtudes contribuye de manera sobresaliente el perfecto trabajo actoral de su elenco precitado, muy jaleado en las televisiones: Carmen Barrantes –ganadora de un Premio Max en 2011 por su interpretación en Cabaret de caricia y puntapié– que encarna a Penélope, está casada con un hombre adinerado al que no quiere, y hace años tuvo una historia de amor con Claudio; Laura Gómez-Lacueva, camaleónica, da vida a Miranda, la sufrida anfitriona que se pone al mundo por montera hasta donde llegan sus fuerzas; Hernán Romero es Claudio, el amigo argentino de Miranda que siempre ve el lado pesimista de la vida, y Jorge Usón es Pipo, el hermano de Miranda, siempre metido en líos a cuentas de su mal vivir por las fallidas apuestas de póker. Examinándolos al detalle, todos cumplen con los requisitos del buen actor: uso completo del espacio escénico, análisis interno sobre la circunstancia previa, la pausa dramática, etc., aparte de otros elementos importantes, connaturales del intérprete: vocalización, proyección, dicción, intención, expresividad…
De este modo arranca Al dente, con pasión, con vocación de retar a los convencionalismos, a los clichés; con la virtud de trocar el drama a golpe de humor y así dejar que sus personajes se sientan realizados. Lo consigan o no. Por ello, resulta esclarecedor que nuestros protagonistas, como les ocurría a los de Alfred Hitchcock, sufran de los mismos males, a saber, buscan la felicidad, tienen algo que ocultar y están en permanente huida. Al dente es, pues, una radiografía del hombre donde se acentúa su insatisfacción, su fragilidad, porque aún adultos, hay heridas que no se cierran nunca, pero, a su vez, hace por poner las claves para superarla… Y esta idea de rescatar al optimismo en momentos tan delicados hace aún la historia más verosímil.
Otra de las virtudes que posee Al dente es su desarrollo en tiempo real en sus tres cuadros -que responden al canon de estructura clásica, consistente en presentación, nudo y desenlace-, interrumpidos sólo por los amables compases de Elvis Presley -cada vez que el reloj de la cocina adelanta sus horas- hasta dar paso a la acción siguiente. Un recurso narrativo -el del tiempo- que Castrillo-Ferrer seguramente ha tomado prestado del dramaturgo inglés John Boynton Priestley -lo que le ha convertido en un referente- y su trilogía el tema: Llama un inspector, El tiempo y los Conways y Esquina peligrosa.
Además, Al dente presume de un ritmo fluido y frenético que permite que sus 95 minutos se disfruten de un tirón -el director español ha dosificado los niveles de tensión creciente hasta un clímax sensacional-, goza de una puesta en escena fácilmente identificable, realista y localista, muy bien ambientada: una cocina moderna perfectamente equipada y un balcón que la sucede serán las localizaciones principales donde se desarrollarán todos los cuadros de esta historia que precisa de un ambiente íntimo. Otro de los grandes aciertos es el vestuario, que de por sí ya determina la actitud de sus personajes, enredados sin querer en un mundo sin salidas.
Por último, el espacio escénico de la Sala II del Fernán Gómez es muy especial, con techos muy bajos y de gran superficie diáfana. Una cancha de juego, un tatami de combate. Está recién reformada y se nota. El público está muy cerca y eso a esta obra le viene como anillo al dedo porque si algo tiene Al dente es proximidad y espacio íntimo.
Al dente, en resumen, es una obra de teatro redonda, muy completa, tanto en el apartado actoral como en el técnico, de apariencia sencilla, donde quedan atados todos los cabos y de la que deberían tomar nota otros dramaturgos patrios para constatar que la sofisticación en los temas o la presencia en el cartel de las figuras del teatro en el candelero no son nada sin una buena historia, una buena dirección de actores y un equipo artístico en estado de gracia. Al dente contiene todos estos ingredientes.
★★★★☆
Plaza de Colón, 4
Colón
ESPECTÁCULO FINALIZADO