Netflix da cobijo a la esperadísima segunda temporada de After Life, una serie considerada ya como obra de culto de la que dimos buena cuenta aquí cuando arrancó, y que, en esta ocasión, da una vuelta de tuerca al duelo del protagonista viudo que se embarca en la disparatada tarea de ir llevando y esparciendo las cenizas de su difunta por todo el país. No sé si Ricky Gervais, protagonista absoluto de la serie (delante y detrás de las cámaras), conoce la historia de nuestra Juana la Loca, que atribulada recorrió España para enterrar en Granada a su marido, Felipe el Hermoso, pero la desventura es similar. Aquí, además, mientras trata de enterrar a una, muestra todas sus costuras vitales a la hora de acercarse a otra: la entrañable enfermera que cuidó a su padre hasta el final y que puso la luz al término del túnel de la primera entrega.
El habitual sello irónico, mordaz e incluso grosero se le va de las manos y hace imposible la serie para todos los públicos. De hecho, hay que ser un público ya muy acostumbrado a las excentricidades que plantea Gervais para no bajarse a la primera de cambio. Es verdad que, en líneas generales, la propuesta es, de inicio, algo más luminosa que la de la primera temporada, pero Gervais se empeña en darse de bruces contra el muro del nihilismo en una historia que no puede evitar volver una y otra vez a cuestiones tan decisivas como Dios, el azar, la necesidad, la negrura o la esperanza.
Solo por eso, porque el asunto de la vida está en juego, merece la pena echarle un ojo a la segunda entrega, donde los ángeles, aunque solo sean de carne y hueso, están más presentes aún que en la primera, y donde los personajes, empezando por el protagonista, al menos ya no tienen los dos pies en el precipicio. Son seis episodios más, de una media hora de duración cada uno, que se debaten entre poner la cámara a ras de suelo o alzar la mirada al cielo. No acaba de decidirse Gervais, y no sé yo si en esa incertidumbre casi patológica podríamos aguantar una tercera temporada.