Acuñar las cosas, que no se vayan
Al materialista testarudo le vendrían bien los versos de Claudio Rodríguez: «Hay demasiadas cosas infinitas». Lo decía en Don de la ebriedad, cuando aún no había cumplido veinte años. El poeta zamorano siempre puso la mirada más allá de las fronteras visibles, esas que nos ofrecen los límites, los contornos, las costuras, la cáscara de las cosas. No le satisfacía la mirada que apenas se posa en la vida y que, como la mariposa, siempre se espanta.
En el rastro que dejan los poetas, me gusta descubrir las formas personalísimas de adentrarse en el Misterio de la existencia. Como si Dios esperara que la mano diestra del artista se dedicara con esmero a deletrear su mundo. Algo parecido le dijo Flannery O’Connor al reverendo J.H. McCown, en una carta fechada el 16 de enero de 1956: «He leído casi todo lo que Bloy, Bernanos y Mauriac han escrito. El escritor de ficción católica tiene muy poco de ficción católica valiosa que le pueda influir, con excepción de lo escrito por estos tres y Greene. Sin embargo, al leerlos, se llega a un momento de inflexión, tras el que es más beneficioso leer a alguien como Hemingway, que aparentemente siente ansias de alcanzar la plenitud católica en su vida; o a Joyce, que haga lo que haga, no se puede librar de ella. Quizá se trate de reconocer al Espíritu Santo en la ficción, por la forma en que elige esconderse».
Quédense con esta última frase para volver a ella sin piedad. Dios anda escondido en la mirada caudalosa del poeta que se muestra confiado en cuanto ve. Una mirada sin prejuicios, que no presta su voz a causas políticas o ligadas a una vana actualidad que termina por desaparecer. A esos poetas, les dice Rodríguez «compañeros/ falsos y taciturnos,/ cebados de consignas, si tan ricos/ de propaganda, de canción tan pobres».
El pasado martes, el Instituto Cervantes festejó, con la alegría de quien celebra un prodigio, el libro Alianza y condena, de Claudio Rodríguez, a los 50 años de su concepción. Allí tiene escritos los versos más ciertos que necesita el hombre para crecer: «Acuñar las cosas,/ detener su hosca prisa/ de adiós, vestir, cubrir/ su feroz desnudez de despedida».
Acuñar las cosas, ésa es nuestra prioridad. Detenerlas y ponerles el sello propio. Como hace la religiosa a los pies de su Amado, que detiene sus pensamientos en Aquel que es infinito, y graba para siempre su intimidad. Frenar esa hosca prisa del adiós y del marcharse que parece que lleva la vida, porque sólo el hombre es capaz de detener las cosas.