Acto primero: cae la tarde sobre la plaza de San Pedro. La lluvia golpea con fuerza el pavimento. El silencio sobrecoge. Un hombre vestido de blanco asciende con dificultad, solo y empapado hasta el único punto de la plaza donde hay una luz. Al fondo, las puertas de la basílica que custodia la tumba de Pedro, uno de los que estaba en la barca cuando estalló la tempestad que estuvo a punto de hundirlos. A su espalda la inmensidad de una explanada vacía, concebida para acoger a una humanidad que hoy no puede abrazarse. La escena podría formar parte de una película de Paolo Sorrentino, pero era real. La fragilidad de Francisco sostenida por la fuerza de la oración de millones de personas encerradas en sus casas con un nudo en la garganta ante lo que estaban contemplando. Un Papa, Francisco, tendiendo un puente entre la tierra y el cielo para implorar el cese de la pandemia.
Acto segundo: arrecia la tormenta, el agua salpica el rostro del Cristo milagroso de la iglesia de San Marcelo. El mismo que salvó la ciudad de Roma durante la peste de 1522. El mismo que ha escuchado durante siglos las plegarias de peregrinos pidiendo el cese de tantas calamidades. Las de cada uno. Las de todos. Esa tarde las del Papa Francisco, reconociendo que «nos encontramos asustados y perdidos», porque al igual que a los discípulos, nos sorprendió la tormenta inesperada y furiosa de una pandemia que nos ha dejado sin aire. Pero en esta barca estamos todos, y remamos juntos: «Todos necesitamos confortarnos mutuamente». Nadie se salva solo. Escuchar al Papa estremecía el corazón con la misma fuerza con la que brotaba la esperanza. Mientras caía la noche desfilaron ante nosotros todos los que «están escribiendo hoy los acontecimientos decisivos de nuestra historia»: médicos, policías, limpiadores, voluntarios, cajeros del supermercado, reponedores, conductores. Los actores de reparto que sostienen la trama. Desde esa columnata que abraza a Roma y al mundo, todos, junto al Papa, notábamos cómo descendía sobre cada uno de nosotros, como un abrazo consolador, la bendición de Dios.
Fin: nos quedamos mudos ante la custodia. Costaba sostener la mirada ante Dios, que nos miraba cara a cara. Sobraban las palabras y nos faltaban todos los que no hemos podido despedir en estos días de tormenta y a los que tanto echamos de menos. Pero en medio de la noche cerrada, en la oscuridad multiplicada por un veneno descontrolado, sonaron las campanas de San Pedro. Llegaba el clímax. Era el momento de recibir la bendición urbi et orbi. Toda la misericordia de Dios desbordada sobre la humanidad con más fuerza aún que la voracidad con la que se expande el virus: «La oración es nuestra arma vencedora».
Cuando todo esto termine, todos recordaremos que estuvimos ahí, en esa plaza vacía en la que se sintieron las lágrimas de la humanidad. Incluidas las nuestras y las de todos los actores de reparto. Como en las buenas películas.
Atención spoiler: la segunda parte de la película termina bien.