«Acompañamos a los enfermos igual que ellos nos acompañan»
Unas 940 personas, entre voluntarios, personas con discapacidad o alguna dolencia y peregrinos, estuvieron en Lourdes del 10 al 14 de octubre con la Hospitalidad de Madrid
«Esto no es una ONG, es una peregrinación». Así de claro se expresaba el padre Jesús, uno de los diez sacerdotes que ha acompañado la 88ª peregrinación con enfermos de la Hospitalidad Nuestra Señora de Lourdes de Madrid, en una reunión previa con los voluntarios del equipo naranja. En aquel encuentro preparatorio –similar al que tienen el resto de equipos en los que, según el tipo de enfermos, se organiza la experiencia– todos recibimos un pequeño cuadernito azul con el «compromiso de amar, dar, servir y olvidarse» y el horario de la peregrinación. Algunos, sobre todo de entre los novatos, no terminaban de creerse que ese sábado –el pasado 10 de octubre– hubiera que estar a las 6:30 horas en el recinto ferial de Madrid para emprender el viaje al santuario francés.
Entre presentaciones, abrazos y besos, con cara de haber dormido más o menos horas e incluso de llegar de empalmada, los más de 600 voluntarios –denominados enfermeras y camilleros– recibimos a los casi 240 enfermos y a los cerca de 100 peregrinos (no voluntarios) que iban a acompañarnos, y cargamos los autobuses para iniciar la peregrinación. Nada que ver con aquellas imágenes del Tren de la Esperanza, cuando se cogía un tren hasta la frontera con Francia y, por el diferente ancho de vía, había que hacer transbordo, descargando todo e incluso sacando camillas por las ventanas. «En el año 2000 fue la primera vez que cogimos autobús», recuerda la presidenta de la Hospitalidad, Myriam Goizueta. «Íbamos en tren hasta Irún y ahí cogíamos los autobuses», explica. Luego se optó por coger solo autocares –20 en esta ocasión–, muchos de ellos preparados para sillas de ruedas y, si se necesita, para camillas; «como ocurre en la peregrinación de mayo, cuando hay un autobús con camas».
Ángel, Joaquín, Sonia, Maribel…
Tras cerca de doce horas de viaje, con una parada para desayunar y otra para comer –con sus correspondientes incidencias y la necesaria bajada de sillas–, llegamos a Lourdes cerca de las 19 horas. Y casi sin detenernos a contemplar el entorno, instalamos a los enfermos en el llamado hospital, un edificio preparado para acoger a grandes grupos de personas con discapacidad o con alguna dolencia. Junto a otros voluntarios, se nos asigna un cuarto al que prestar mayor atención. Durante el día hay que gastar energías allá donde haga falta y estar junto a aquel que lo necesite pero, al levantar y acostar, estamos más pendientes de Fulanito o de Menganito. De personas como Ángel o Joaquín, que agradecen que les eches una mano en la ducha y, al final, te empapan de buen rollo. De personas como Sonia o Maribel, que requieren ayuda para colocarse en la cama o en su silla y, casi sin darte cuenta, acaban recolocándote ellas a ti. De personas como Carlos o Aurelio, que solo necesitan algo de supervisión y, de una forma u otra, te enseñan mucho sobre cómo afrontar la vida. O de personas como Manuel, Andrés, Harold o Conchi, que quieren bromear o charlar antes de dormir y siempre acaban arrancándote una sonrisa.
Como subraya el nuevo consiliario de la Hospitalidad, Guillermo Cruz, «cuando uno va a Lourdes, va a la gruta, a estar donde está María, pero las jornadas de nuestro camino nos las hace el enfermo». «Hay que saber que uno no va a disponer de su tiempo, que tiene que estar atento de la persona con la que va a estar viviendo, que tiene que estar atento al equipo con el que está… y, de pronto, uno se abre a la presencia de Dios: no es solamente el querer hacer el bien, sino el descubrir que hay algo que también puede cambiar tu vida y es la gracia de Dios», asevera.
«¡Qué maravilla de capilla, oh!»
Cada día, como recogen los cuadernitos azules, hay actividades programadas desde primera hora y hasta por la noche: la Misa internacional, la procesión de antorchas en honor a la Virgen, la Eucaristía en la gruta, la unción de enfermos, los baños en piscinas o la fiesta de equipo. Y hay también ratos libres para estar con nuestros compañeros de viaje. Son ellos los que disfrutan de unos días fuera de sus residencias y casas; son ellos los que deciden si quieren ir al pueblo a comprar algún recuerdo o quedarse junto al hospital cantando y hablando; quienes deciden ir a rellenar con agua de la gruta sus botellitas con forma de Virgen o a poner una vela. Es el caso de Sonia, que insistía en que ella tiene «mucha fe» y quiso ir a la gruta a rezar por su madre fallecida. O el de Maribel y Adolfo, que se compraron regalos el uno al otro y los intercambiaron allí. O el de Chema, encantado de pasar el rato con las enfermeras. O el de Luis, quien al entrar en la capilla en la que se adoraba al Santísimo decía: «¡Qué maravilla de capilla, oh!».
De lo ordinario a lo extraordinario
La peregrinación está llena de momentos en los que parece muy fácil ponerse a tiro y tener presente a Dios, pero también de muchos otros que, siendo en apariencia ordinarios, se convierten en extraordinarios. El consiliario de la Hospitalidad señala que en Lourdes se trata de «descubrir que hay a veces un engaño: uno cree que la vida real es la que hay en Madrid y, al ir a Lourdes, puede decir: “Bueno, puedo vivir cuatro días para los demás y eso me puede ayudar a descubrir el sentido de mi vida”. En cambio, la verdad es que “no, esta es la realidad de la vida”. Si tú quieres descubrir realmente la felicidad, necesitas este encuentro con Dios que pasa por el encuentro con los hermanos y por abrazar a las personas que sufren, a aquellos que lo están pasando mal».
El padre Guillermo, que lleva peregrinando a Lourdes más de una década, lo ejemplifica con su trato con una enferma que se llamaba Carmen: «Con ella aprendí lo que era vivir la enfermedad, buscando la voluntad de Dios cada día y, sobre todo, descubrí cómo, al mirar a María, ella podía volver a encontrarse con la luz de Cristo y con la resurrección. Esto dicho así es muy teórico, pero ella, como sabía muy bien cómo era su enfermedad, cómo iba a perder la movilidad o iba a tener otros problemas, te ayudaba a tener paz y a rezar. Te ayudaba también a mirar al resto de enfermos, a decir: “Yo ya no pido la curación”».
«Es importante venir y mirar»
En esta línea, la presidenta de la Hospitalidad –que tiene «unas 47 o 48 peregrinaciones» a sus espaldas– incide en que «nosotros no somos ni más ni menos que los enfermos, somos todos peregrinos ante la Virgen, y les acompañamos igual que nos acompañan ellos a nosotros». Y remarca que «Lourdes no se puede explicar porque cada uno lo vivimos de una manera, pero es importantísimo venir y mirar». Anima así a todo el mundo a apuntarse a la peregrinación de octubre de 2016 y a la que habrá antes, en mayo.
Hasta entonces, como reconocían muchos de los voluntarios al llegar al recinto ferial el día 14 por la tarde, conviene «mantener el espíritu de Lourdes» en Madrid. El grupo de jóvenes organiza actividades con enfermos una vez al mes; hay Misa en el oratorio de la Hospitalidad en la calle Fortuny; muchos equipos se ven en otros momentos… y, ante todo, hay que ponerse a tiro cada día.
Los camilleros deben ir con zapato oscuro, pantalón gris y camisa azul, con jersey azul marino. Las enfermeras, con un uniforme con toca que, en palabras de los propios enfermos, les da «un aire de monjas». Todos llevan, además, una pequeña medalla plateada con el escudo de la Hospitalidad y el nombre. Al cumplir cinco peregrinaciones, se cambia por otra dorada con el escudo en blanco y azul –y se añade una chapita a los 25 años–. No es una prueba de pedigrí ni una forma de distinguirse, sino una muestra de amor a la Virgen de Lourdes: uno se consagra a ella, se compromete a volver y se convierte así en hospitalario con todas las letras. Lo hace la penúltima noche de la peregrinación en un acto sencillo pero emotivo, seguido de una reunión de equipo para compartir lo vivido.