Acogida generosa e integración digna del inmigrante y su familia
Carta pastoral del cardenal arzobispo de Madrid sobre la inmigración. Madrid, 7 de marzo de 2001
La controversia suscitada al entrar en vigor la Ley 8/2000, que reformó la anterior, hacía poco tiempo promulgada, sobre los Derechos y libertades de los extranjeros en España y su integración social, junto con las reacciones sociales que siguieron a los luctuosos acontecimientos de Lorca, han creado entre los grupos de inmigrantes sin permiso de residencia un clima de creciente inquietud. Se ha puesto de manifiesto en los encierros que han tenido lugar en algunos templos y en marchas y manifestaciones diversas. En bastantes de las parroquias de nuestra archidiócesis crece la preocupación -don de Dios- por estos hermanos, obligados a vivir en la pobreza y en la marginación.
Todos, pues, necesitamos paz y esperanza. El Evangelio nos hace ver con claridad la apremiante exigencia del amor al prójimo, que no se puede corromper convirtiéndolo en sentimentalismo banal o en hipocresía o en indiferencia. La precaria situación de un número no pequeño de inmigrantes y refugiados, angustiados por su futuro, ha venido a ser en Madrid uno de los retos más urgentes para la conciencia de la Iglesia diocesana y de cada uno de sus miembros, y pone a prueba cada día la autenticidad del amor a Cristo y a los hermanos[1]. En estas circunstancias no podemos por menos de preguntarnos críticamente acerca del sentido del hombre, de la sociedad, de la cultura y de la comunidad política, que en los últimos años se ha venido gestando en nuestra sociedad.
1. Una significativa presencia en la sociedad y en la Iglesia
El número de inmigrantes crece en nuestra archidiócesis y en la Comunidad Autónoma de Madrid, y su situación se hace más compleja. Los datos de que se dispone en nuestra Delegación diocesana de Migraciones nos revelan su acelerado crecimiento: la población extranjera que vive y trabaja en la Comunidad Autónoma ha pasado de 151.064, el 1 de mayo de 1999, a 289.450 el 1 de noviembre de 2000; de ellos, vivían en la ciudad de Madrid 87.839, a 1 de mayo de 1999, mientras que ahora viven 184.182; los menores de 16 años alcanzan la cifra de 44.644. Una buena parte de ellos han llegado con posterioridad al 1 de junio de 1999, fecha fijada como tope para poder acceder al reciente proceso de regularización.
2. Muchos inmigrantes pierden o no alcanzan la condición de regularidad
Los movimientos migratorios hacia nuestro país y nuestra Comunidad Autónoma se producen en el contexto internacional de la globalización. En el marco de un liberalismo sin controles adecuados —subraya el Papa Juan Pablo II—, se ahonda en el mundo la brecha, entre países «emergentes» y países «perdedores». Los primeros disponen de capitales y tecnologías que les permiten gozar a su antojo de los recursos del planeta, pero no siempre actúan con espíritu de solidaridad y participación. Los segundos, en cambio, no tienen fácil acceso a los recursos necesarios para un desarrollo humano adecuado; más aún, a veces incluso les faltan los medios de subsistencia[2]. La concentración de la riqueza y medios de producción, en determinadas áreas, crea expectativas de mejor empleo y mayores ingresos, oportunidades de educación y promoción, posibilidades de gozar de más y mejores servicios[3].
No podemos olvidar, sin embargo, sobre qué bases, al menos en parte, se fundamenta nuestro bienestar, que tanto atrae a los inmigrantes. Es indudable que disponemos de muchos bienes que han mejorado nuestras condiciones materiales de vida. La publicidad nos ha convencido de sus ventajas, nos los ha hecho desear e incluso ha creado en nosotros la necesidad de poseerlos. Fascinados por su aspecto atrayente, trabajamos, ahorramos y gastamos para adquirirlos. Cuanto más compramos, más bienes nuevos se producen y más nos instan a seguir comprando. Simultáneamente, se ha desarrollado en la sociedad una sobrevaloración del bienestar material, y de los medios más eficaces para conseguirlo en el máximo grado y con la mayor rapidez. Otras dimensiones de la persona, no relacionadas con el interés individual por los bienes materiales, son desestimadas por muchos. La vida sólo se valora si es placentera; importa más el aprendizaje técnico y la instrucción que la educación y la formación espiritual de la persona; no pocos matrimonios limitan el número de hijos por la incomodidad que acarrea criarlos, no viéndose, por otro lado, apoyados por el ordenamiento legal y la actuación de las Administraciones Públicas a la hora de fundar una familia. En las sociedades más ricas es muy bajo el número de nacimientos.
Los inmigrantes vienen buscando el bienestar que nosotros disfrutamos, y nosotros —seamos claros— necesitamos su trabajo para mantener un nivel de confort que, de otro modo, se derrumbaría. A menudo se percibe con claridad la contradicción de necesitar a los inmigrantes para perpetuar la comodidad que hemos alcanzado y, al mismo tiempo, rechazarlos porque ponen en cuestión nuestros hábitos y nos molestan.
En España se vienen sucediendo declaraciones de dirigentes políticos y representantes de importantes sectores de la economía sobre la necesidad de disponer de una mano de obra que, a pesar de las altas tasas de desempleo, permita atender de forma rápida y eficaz las ofertas de empleo que no son atendidas por trabajadores españoles, o extranjeros ya residentes.
En los últimos años, sin embargo, la comunidad internacional y todos y cada uno de los Estados, al abordar la problemática, ciertamente compleja, de los movimientos migratorios, tienden a endurecer las leyes de inmigración y asilo y reforzar el control de las fronteras. El contraste de este enfoque de las leyes con la atención al desarrollo económico, social y cultural que las ha caracterizado en otros momentos históricos, resulta patente[4].
Así se hace más difícil para muchos inmigrantes normalizar su situación; en algunos casos, llegan incluso a perder la situación legal que habían conseguido. Sin la documentación necesaria, se encuentran en una de las situaciones más duras de todas las que puede generar la emigración: administrativamente apenas existen; no tienen derecho al trabajo ni a otros derechos sociales y civiles, aunque a veces —es el caso de España— se les reconozcan algunos derechos primarios, como la atención sanitaria, la educación básica obligatoria para los menores o la asistencia letrada en los procesos de expulsión o de prohibición de entrada. Se diría que se considera al inmigrante prevalentemente desde una perspectiva meramente económica.
Por ello, deberíamos fijarnos de forma especial en la condición de los trabajadores inmigrantes y sus familiares que, en un número muy considerable, se encuentran en España en situación de irregularidad legal. Su radical precariedad condiciona su vida personal y familiar, y les convierte en candidatos para la explotación fácil. No han perdido a este respecto ni un ápice de actualidad las orientaciones del Papa, quien ya en 1995 llamaba la atención sobre este aspecto: Hoy el fenómeno de los inmigrantes irregulares ha asumido proporciones importantes… La prudencia necesaria, que se requiere para afrontar una materia tan delicada como ésta, no puede caer en la condena o el desentendimiento, entre otras cosas porque quienes sufren las consecuencias son miles de personas, víctimas de situaciones que, en lugar de resolverse, parecen destinadas a agravarse. La condición de irregularidad legal no permite menoscabar la dignidad del emigrante, el cual tiene derechos inalienables, que no pueden violarse ni ignorarse[5].
3. Regularización de situaciones de clandestinidad
Es preocupante la situación de irregularidad en la que se encuentran, desde hace varios meses, un número importante de inmigrantes en la Comunidad Autónoma de Madrid. Se trata de personas que llegaron después del 1 de junio de 1999, fecha tope legalmente prevista para su regulación. En su mayoría, han sido víctimas de la criminalidad organizada.
No parecen cuestionables la responsabilidad y el derecho de los Estados para legislar sobre la regulación de los flujos migratorios. La situación, efectivamente, es compleja y los equilibrios en la convivencia social son frágiles[6]. No cabe duda de que, en este ámbito, corresponde a la autoridad del Estado equilibrar bienes y conjugar factores imprescindibles, si se quiere que el problema de la inmigración pueda encontrar una solución justa, solidaria y respetuosa de la dignidad humana en los países de la Unión europea, y en concreto en España. Es razonable esperar que, con la regulación de los flujos migratorios en origen, prevista en la nueva ley, se consiga evitar que los trabajadores inmigrantes se vean reducidos al papel de simples instrumentos de producción. Y del mismo modo cabría esperar que una acertada aplicación de la misma les permita gozar de un estatuto de residencia permanente y salir de toda precariedad legal y socio-laboral, a la vez que facilite a las autoridades competentes la persecución eficaz del tráfico de personas, principal causa de la inmigración clandestina.
Pero, al mismo tiempo, hay que afirmar, en coherencia con las convicciones y principios expuestos en esta carta, que parece necesario regularizar la situación del mayor número posible de los trabajadores inmigrantes de cualquier nacionalidad, que, sin permiso de trabajo y/o residencia, se encontraban en España con anterioridad a la aprobación de la nueva ley. De lo contrario, se agravaría aún más la situación, bastante dramática ya actualmente, de miles de personas que no pueden acceder al mercado laboral, convirtiéndose casi inevitablemente en fáciles víctimas de la criminalidad organizada o de empresarios sin escrúpulos.
Es claro que quienes han arriesgado todo para venir y ahora carecen de medios, harán cuanto esté en su mano para no marcharse. En cualquier caso, siempre será moralmente reprobable tratar la condición de irregularidad legal de los inmigrantes como ocasión o pretexto para menoscabar su dignidad y sus derechos inalienables como persona, que no pueden ni desconocerse ni violarse.
4. La sociedad es también responsable
No basta un buen ordenamiento legal. Es responsabilidad de todos crear las condiciones aptas para la integración de los trabajadores inmigrantes, de modo que lleguen a ser miembros activos en la vida económica, social, cívica, cultural y espiritual en la sociedad y en la Iglesia[7].
Para ello, es imprescindible que, en la vida diaria, se haga efectivo el reconocimiento del inmigrante. La solidaridad no puede reducirse a una asistencia paternalista[8]; si es auténtica, se orienta a que el inmigrante pueda ejercitar sus derechos y hacer frente al cumplimiento de sus deberes.
La normativa legal habrá de marcar los límites imprescindibles para la realización de la justicia. Ala sociedad hay que reclamarle, al menos, su cumplimiento. Cada vez que no se respetan los derechos socio- laborales de los trabajadores inmigrantes, pagándoles un salario digno, respetándoles un horario normalizado y dándoles de alta en la Seguridad Social desde el primer día, se está faltando no sólo a elementales exigencias del derecho, sino también de la moral. Cada vez que no se asumen responsablemente las obligaciones de la oferta laboral que se ha firmado, incumpliendo la palabra dada, se está imposibilitando que puedan obtener y renovar sus permisos. Así se les devuelve a la clandestinidad. Con demasiada frecuencia, según una información fidedigna, se falta a la justicia con los trabajadores inmigrantes en materia de su Seguridad Social, no dándoles de alta como corresponde. De la misma manera, los propios trabajadores inmigrantes que incumplen sus deberes fiscales y de Seguridad Social y sus obligaciones contractuales, faltan gravemente a la justicia y a la solidaridad, sobre las que se asientan todas las prestaciones sociales de nuestro ordenamiento, y se están autocondenado a la clandestinidad.
La talla ética y moral de una sociedad que quiere ser justa y solidaria la da la forma en que se protegen, de hecho y de derecho, todas las libertades fundamentales, se lucha para que desaparezcan las discriminaciones y desigualdades injustas[9], y se reconoce el derecho-deber al trabajo de los obreros inmigrantes en paridad de condiciones con los trabajadores españoles.
Semejantes conductas contradicen gravemente las exigencias más fundamentales de la conciencia cristiana y la autenticidad de su testimonio de amor a Cristo y a los hermanos.
5. Prioridad al hombre
Abordar el fenómeno de la inmigración con responsabilidad y en toda su integridad, como ha sido afirmado en diferentes ocasiones, exige tener en cuenta variadas perspectivas: políticas, socio-económicas y culturales; pero también, y en primer lugar, las éticas y morales, que tienen como punto normativo y supremo de referencia a la persona humana, creada a imagen y semejanza de Dios, y el bien, la dignidad y el respeto que se le debe a ella y a su primer y fundamental entorno social, que es la familia.
Para la Iglesia y para los cristianos no hay otra forma de plantear y ayudar a resolver el problema de los inmigrantes. Es exigencia del Evangelio que predicamos, en el que creemos y que tratamos de vivir en medio del mundo al que hemos sido enviados, el Evangelio del amor de nuestro Señor Jesucristo[10].
Pastores y fieles han de promover incansablemente en la Iglesia y en la sociedad, de palabra y de obra, la vigencia del postulado ético y jurídico de una integración digna del emigrante y de su familia, y la acogida generosa a todos aquellos que se han visto obligados a abandonar su patria para salvaguardar su vida, su libertad y sus derechos fundamentales[11]. Los católicos madrileños hemos de empeñarnos sin vacilar en la formación de un clima social y de una opinión ciudadana abierta y receptiva para los emigrantes… Será una de nuestras contribuciones a la vida pública de mayor influencia en orden a un futuro de fraternidad y de paz para la sociedad española[12].
6. Nuestras comunidades y la acogida de los inmigrantes
Nuestras comunidades cristianas deben sentirse urgidas a salir al encuentro de los inmigrantes. No sólo han de acoger en la comunión fraterna de los bautizados a quienes comparten nuestra fe, sino también brindar hospitalidad a todo extranjero, sea cual sea su raza, cultura y religión. Con independencia de la situación administrativo-legal, han de rechazar la exclusión o discriminación de cualquier persona, con el consiguiente compromiso de promover sus derechos inalienables. Desde la Pascua de Cristo no existen ya el vecino y el lejano, el judío y el pagano, el aceptado y el excluido. La parroquia ve en los inmigrntes a hermanos llamados a compartir los bienes provenientes de su Señor… De la misión propia, de toda comunidad parroquia[ y del significado que reviste en el seno de la sociedad brota su importancia y su insustituible función en la acogida del extranjero, en la integración de los bautizados de culturas diferentes y en el diálogo con los creyentes de otras religiones. Para la comunidad parroquial no se trata de una acción facultativa de suplencia, sino de un deber propio de su misión institucional[13].
Convendría, pues, orientar la tarea concreta de las parroquias, de acuerdo con la Delegación diocesana de Migraciones, según las líneas siguientes:
—acoger a todos los inmigrantes sea cual sea su situación administrativo-legal, ayudando en primer lugar, y en lo posible, a los que sufren necesidades materiales y abriendo procesos de integración en la sociedad y en nuestras propias comunidades;
—trabajar en la formación de una nueva opinión pública, propiciando el reconocimiento pleno y efectivo de los derechos de los inmigrantes;
—crear espacios de encuentro entre miembros de las comunidades y los inmigrantes que van llegando, en orden a favorecer el mutuo enriquecimiento;
—ofrecer una atención especial a la familia inmigrante que, tras años de separación, comienza una nueva etapa de su convivencia en situaciones culturales diferentes, a los jóvenes de la segunda generación, y a la mujer inmigrante, llamada a jugar un importante papel en el proceso de integración.
7. A los trabajadores/as inmigrantes
No quiero terminar estas reflexiones sin dirigirme también a los inmigrantes. Sabemos las dificultades a las que os enfrentáis, la inseguridad e inquietud que experimentáis cuando os falta la reglamentaria documentación para vivir y trabajar en España, el sufrimiento de no poder ganar el sustento con vuestro trabajo y no poder ejercer el derecho a vivir en familia. Reconocemos que, sin embargo, estáis colaborando con vuestro trabajo al progreso de España.
No podéis resignaros al papel de simple pieza en el sistema económico que con frecuencia se os asigna. Queremos seguir a vuestro servicio. Acudid con confianza a nuestra Delegación diocesana de Migraciones, que os orientará y os brindará desinteresadamente su apoyo, y acudid también a las comunidades parroquiales del barrio donde vivís, en la seguridad de que seréis escuchados y recibidos con la mejor voluntad de ayuda y acogida.No perdáis vuestras raíces, pero sed lúcidos y realistas: el tiempo que habéis proyectado trabajar en España puede prolongarse más de lo que imagináis, y sería una grave pérdida prescindir de vuestros valores y desaprovechar la ocasión para un diálogo integrador de los mismos, con el pretexto de que será sólo por poco tiempo.
Enriquecednos con vuestro patrimonio espiritual y cultural y, juntos, por encima de las diferencias de nuestros orígenes y nuestra condición, respondamos a la llamada del Señor: llegar a ser, en Él, un solo pueblo, una sola familia, la familia de los hijos e hijas de Dios.
1. Sigue teniendo actualidad nuestro mensaje a la comunidad diocesana: Salir al encuentro para vivir juntos. Delegación diocesana de Migraciones, 28 de enero de 2000. En la presentación del estudio Extranjeros en la Comunidad de Madrid 1999.
2. Juan Pablo II, Jornada Mundial del Emigrante. 2000.
3. Antonio María Rouco Varela, Salir al encuentro para vivir juntos, 2.
4. Cf. Juan Pablo II, Mensaje Jornada de las Migraciones, 1995.
5. Íbid.
6. Antonio María Rouco Varela, íbid., 4.
7. Íbid., 5
8. Íbid.
9. Íbid., 6.
10. Íbid., 3-4. Cf. Antonio María Rouco Varela, La prioridad del hombre (Boletín de las Diócesis de la Provincia Eclesiástica de Madrid, octubre 1999, 786).
11. Antonio María Rouco Varela, Salir al encuentro para vivir juntos, 5.
12. Íbid., 6.
13. Íbid., 8. Cf. Juan Pablo II, Mensaje Jornada de las Migraciones. 1999.