Abrir las puertas de esta comunidad a familias chiitas derribó los prejuicios
Dos de estos chavales y sus padres vieron su casa volar literalmente por los aires en el sur del Líbano. Sus sonrisas se debían a la «alegría» de saber que «estaban juntos y estaban bien. Fue una revelación existencial», relata el salesiano Alejandro León
Bocadillos, vasos de refresco y alegres adornos colgando del techo. Los pocos que no están disfrutando de la merienda se entretienen jugando, mientras algunos voluntarios tienen el encargo de mantener el orden cuando el tentempié y el posado se acaben y, como es de prever, vuelva el caos. Podría ser algún colegio en un día de lluvia en el que no se ha podido salir al patio o los locales de una parroquia con ludoteca. Pero es el centro salesiano de Al Houssoun, en el Líbano, donde los religiosos han acogido desde que empezaron los bombardeos de Israel a 100 personas —mitad adultos y mitad niños— que huían del sur del país.
Dos de estos chavales y sus padres vieron su casa volar literalmente por los aires. Sin embargo, los primeros días sonreían todo el rato. Preguntada por ello, la madre relató que mientras recogían los objetos de valor que querían llevarse se dieron cuenta de que el peligro iba a llegar más rápido de lo previsto, por lo que dejaron todo y salieron justo a tiempo. Sus sonrisas se debían a la «alegría» de saber que «estaban juntos y estaban bien. Fue una revelación existencial», relata el salesiano Alejandro León, que ha visitado España para dar a conocer la emergencia que se está viviendo en el país y pedir ayuda.
Las familias de estos muchachos salieron con lo puesto o con unos pocos cientos de euros que pronto se acabarán. Han tenido que vender sus pertenencias más personales para conseguir algo de dinero. Y, con todo, «cuando supieron que era el 87 cumpleaños de uno de los salesianos, quisieron hacer una colecta y le compraron una tarta. Estas cosas me golpean», comparte emocionado el misionero.
La realidad tras esta imagen resulta aún más incisiva si se tiene en cuenta que los desplazados acogidos «son todos de religión chiita y es de presuponer que, siendo del sur, sean simpatizantes de Hizbulá». Abrirles las puertas no fue fácil para todos los cristianos de esta comunidad. Algunos «tenían resentimiento» porque la milicia chiita «obliga al país a vivir en una situación con la que no todos están de acuerdo», al desencadenar con sus misiles contra territorio israelí la operación militar del país vecino contra su territorio. Pero, simpatizantes o no, los desplazados «son personas y eso es lo fundamental», sentencia el religioso. También ellos llegaron «con algunos prejuicios y se encontraron con que los cristianos son diferentes a lo que ellos pensaban. Este contacto de encuentro y humanidad ha obligado a todos a abrir la mente y el corazón».
Es parte del papel fundamental al que la Iglesia está llamada a jugar en una sociedad que acumula cansancio por la imparable sucesión de desgracias. El país de los cedros sufre desde hace ya cinco años una crisis económica galopante, tiene más de un millón de refugiados en una población de cuatro, sufrió la grave explosión del puerto de Beirut en 2020 y «lleva más de dos años sin presidente» —lo que también impide que llegue el apoyo internacional—. Se enfrenta además a una creciente brecha política y religiosa. A ello se suman la «perspectiva muy grande de una escalada de violencia en toda la región» y la falta de perspectivas de futuro para los jóvenes.
Ante semejante radiografía, cuesta escuchar a alguien afirmar que tiene esperanza, como hace Alejandro León. «Hay mucha gente buena en muchas partes», se justifica. Estos niños de los que uno se podría preguntar qué pasa por sus cabezas tras verse expulsados de sus hogares —o que ya no los tienen— meriendan dispuestos a seguir jugando. Los cuidan jóvenes a los que probablemente les resulta muy difícil plantearse un proyecto a largo plazo para su vida en un país con pocos horizontes. Las familias chiitas y las de la parroquia han derribado muros. «Me da esperanza también mi fe y mi comunidad, tan generosa y abierta», concluye el salesiano. «Son un signo de amor tangible».