El dolor nos humilla de una manera peculiar. Esteriliza nuestros más nobles esfuerzos comunicativos: todo lo que decimos cuando él abunda, por muy bienintencionado que se nos antoje, está dramáticamente herido de insuficiencia. La palabra deviene en palabrería, el verbo en verborrea. En contextos como el valenciano, la expresión parece abocada a la estridencia o la frivolidad. Bla, bla, bla. Cháchara de predicadores insensibles. El higiénico ensañamiento de los amigos de Job. Apenas podemos distinguir nuestros balbuceos del graznido que profana el silencio del camposanto, apenas de una mueca burlesca ante un cadáver.
No obstante, con la certeza de esta estridencia convive la necesidad de una explicación, también la exigencia de un consuelo. Nuestras palabras son ridículamente insuficientes, pero ¿podemos acompañar a las víctimas sin ellas? Si renunciamos a utilizarlas, si nos imponemos un silencio decoroso, ¿podremos acaso encontrar, entre el légamo petrificado y los escombros, un sentido a la catástrofe? Todos sabemos en lo más íntimo que no. Por eso han proliferado distintas teorías sobre la calamidad: se ha dicho que el Gobierno de la Comunidad Valenciana está integrado por personas insultantemente incapaces; se ha replicado que el Gobierno de España se condujo con parsimonia maquiavélica. Se menciona un mensaje de texto que debería haberse enviado mucho antes; se habla de un correo electrónico que debería haber sido, en cambio, una llamada de emergencia.
Todas las teorías esbozadas, vociferadas a veces, en los medios de comunicación tienen algo en común. Todas se asientan sobre la premisa de que el desastre podría haberse evitado con mejores infraestructuras y mayor previsión; la premisa de que algún día, cuando el progreso tecnológico haya clausurado la historia y nuestros sistemas se hayan sofisticado hasta una perfección robótica, estaremos exentos de esta clase de dramas. Sus autores consideran nuestra vulnerabilidad circunstancial y por tanto suprimible. Llegará el día, eso creen, en que la ciencia domestique plenamente el mundo, el día en que el sufrimiento apenas exista en la memoria de los más viejos. Nuestros pensadores nos invitan a cultivar la esperanza de una realidad meticulosamente previsible, planificable como el devenir de un fondo de inversión.
Coincido, por supuesto, en que una reacción política más digna habría evitado muchas muertes y en que las autoridades deberían rendir pronto las debidas cuentas, pero prefiero no entregarme a ensoñaciones utópicas. Creo que la vulnerabilidad humana no es circunstancial, sino inexorable; no es transitoria, sino permanente. Nuestra situación en el mundo es estructuralmente precaria; lo seguirá siendo por mucho que progresen las ciencias o se refinen nuestros sistemas. Aunque podamos atenuar el sufrimiento, arrancarle pequeñas victorias con la palabra y la acción, nunca lo extinguiremos del todo. Mientras haya humanidad, habrá historia; mientras haya historia, habrá drama. La trágica lección que nos enseña la catástrofe de Valencia es que, incluso tras años de incesante avance tecnológico, el hombre occidental vive sometido a fuerzas que escapan a su control: riadas, terremotos, negligencias. En la época de la hybris, la desgracia nos recuerda nuestra ubicación en el mundo, dolorosamente similar a la del junco amenazado por la tormenta, semejante a la del equilibrista al que sorprende una ráfaga de viento.
Lo cierto es que ni siquiera ese mal que depende de nosotros, aquel cuyo origen no radica en la naturaleza física sino en los actos libres de los hombres, puede abolirse. Somos seres paradójicos, anhelantes de gloria pero atenazados al tiempo por la miseria. En nosotros convive un deseo de luz y de gracia, de bien y de plenitud, con una misteriosa propensión a la bajeza y a la ponzoña. Coexisten el bien y el vacío, la gracilidad y la pesantez. Los utopistas de todas las ideologías, embriagados por sus quimeras, soslayan la sombra. Ignoran que allá donde haya hombres, existirá siempre la posibilidad de un error; ignoran que mientras nos gobiernen políticos y no robots, nunca dejará de acecharnos la amenaza de un desmán o de una negligencia.
No pretendo acomodarme sin embargo en el pesimismo, tan irreal y paralizante como su antónimo. Al revés: la constatación de nuestra vulnerabilidad ontológica es una sutil llamada a la abnegación y al cuidado. Cuanto más aumenta la conciencia de nuestra precariedad, más nítidamente refulge la necesidad de una palabra consoladora, el imperativo de una solidaridad mutua. Solo cuando nos reconocemos vulnerables podemos rescatarnos unos a otros de la intemperie. El reverso luminoso de nuestra fragilidad es el amor.