¿A que llamo a mi primo el de Zumosol?
Domingo de la 12ª semana de tiempo ordinario / Marcos 4, 35-41
Evangelio: Marcos 4, 35-41
Aquel día, al atardecer, dijo Jesús a sus discípulos:
«Vamos a la otra orilla».
Dejando a la gente, se lo llevaron en barca, como estaba; otras barcas lo acompañaban. Se levantó una fuerte tempestad y las olas rompían contra la barca hasta casi llenarla de agua. Él estaba en la popa, dormido sobre un cabezal.
Lo despertaron, diciéndole:
«Maestro, ¿no te importa que perezcamos?». Se puso de pie, increpó al viento y dijo al mar:
«¡Silencio, enmudece!».
El viento cesó y vino una gran calma. Él les dijo:
«¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?». Se llenaron de miedo y se decían unos a otros:
«¿Pero quién es este? ¡Hasta el viento y el mar lo obedecen!».
Comentario
«Vamos a la otra orilla» (Mc 4, 35). Una simple indicación recoge el trasfondo de que la iniciativa es siempre de Dios. La escena tan impresionante que se narra en el Evangelio de este domingo tiene el sello de su iniciativa y, por tanto, de una primacía de su voluntad que atraviesa los acontecimientos de la vida. No como un determinismo, sino como signo de su soberanía y providencia. En medio de la tempestad y las olas que rompían contra la barca hasta llenarla casi de agua, el Señor duerme sobre un cabezal. ¿Pero quién es este, que es capaz de dormir en medio de la tempestad? Es impactante ver cómo increpa al viento y enmudece al mar, pero no me parece menos impresionante ver cómo descansa de esa manera con lo que estaba sucediendo.
En otra ocasión, Jesús responderá a un escriba que le pidió seguirle: «Las zorras tienen madrigueras y los pájaros nidos, pero el Hijo del hombre no tiene dónde reclinar la cabeza» (Mt 8, 20). El contexto nos permite entender que su respuesta pretende purificar cualquier intencionalidad equivocada respecto al seguimiento que podría identificar el Reino de Dios con una posesión mundana. Pero, en relación con el Evangelio de este domingo, se puede entender que verdaderamente el Hijo del hombre no tiene dónde reclinar la cabeza precisamente porque la puede reclinar en cualquier sitio. Su soberanía sobre la creación por su unidad con el Padre le permite vivir todo en relación con Él. Recuerdo la primera vez que vi a uno de mis sobrinos dormido en brazos de su padre mientras sonaban unos cuantos miles de vatios de sonido. Jesús puede dormir en esas circunstancias porque sabe de quién es todo y vive con la certeza de que su Padre es el soberano del universo y que Él, a su vez, ha recibido del Padre el dominio sobre toda la creación. Así lo expresa el salmista: «Puedo acostarme y dormir y despertar: el Señor me sostiene» (Sal 3, 6). Esta es la experiencia que quiere comunicarnos el Señor y por eso nos pregunta: «¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?» (Mc 4, 40). Jesús ha venido a hacernos partícipes de su vínculo con el Padre para que ya no vivamos ninguna circunstancia como huérfanos, sino como hijos amados.
Los de mi generación recordarán ese anuncio que decía: «¿A que llamo a mi primo el de Zumosol?». Nosotros vivimos muchas veces como si nuestro Padre no fuera el rey del universo, el soberano de todas las galaxias, el que habló a Job desde la tormenta: «¿Quién cerró el mar con una puerta, cuando escapaba impetuoso de su seno? (Job 38, 8). La fe nos permite vivir cada circunstancia con serenidad y confianza, sabiendo que ni un solo cabello de nuestra cabeza perecerá (cf. Lc 21, 18). Algunas veces se piensa que esta serenidad es sinónimo de indiferencia, pero nada más lejos de la realidad, al menos en mi experiencia. Cuanto más ha crecido mi fe más me han afectado las cosas, me he hecho más sensible a la realidad, más vulnerable, pero a la vez más cierto de a quién le pertenece mi vida. Por eso podemos mirarlo todo a la cara porque el amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús, es más fuerte que la muerte y prevalece a cualquier tempestad de la vida.
El autor de la carta a los Hebreos identifica la esperanza con un ancla (cf. Hb 6, 19). Es una imagen que nos permite entender el vínculo con Cristo como aquello que nos sostiene en medio de las tormentas; aun sufriendo las inclemencias existenciales, las vivimos anclados en su amor eterno. Quizá sea Pablo el que mejor lo haya expresado en su carta a los Romanos: «¿Quién nos separará del amor de Cristo?, ¿la tribulación?, ¿la angustia?, ¿la persecución?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿el peligro?, ¿la espada?; en todo esto vencemos de sobra gracias a Aquel que nos ha amado. Pues estoy convencido de que ni muerte ni vida, ni ángeles, ni principados, ni presente, ni futuro, ni potencias, ni altura, ni profundidad, ni ninguna otra criatura podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor» (Rm 8, 35. 37-39).